Confieso que muchas veces, cuando te
acompañaba a pescar, me entretenía observando tu perfil sereno mientras sostenías
la caña con esa paciencia infinita para esperar tu pequeño triunfo. Trataba de
adivinar por dónde vagaban tus pensamientos al ritmo calmado del río con la luz
de la madrugada y la fuerza del mediodía. Miraba contigo la superficie del
agua, tan cambiante, imprevisible y sorprendente como todo lo que nos va
ocurriendo sin quererlo, entre brillos y sombras, fugaz y engañosa, hasta
intentar traspasarla y ver lo profundo que cubre y nos ahoga. Desde la orilla,
con un dedo, removía el agua y después esperaba a que se detuviera, por fin en
paz, como tu semblante. Y en ese juego de querer saber sigo ahora, 23 años
después de que nos dejaras…
Ahora, para imaginar la realidad, tendrías
que mover el dedo por una pantalla. Su luz nos absorbe más que el sol y la
mirada fija sólo cambia para trasladarse de una a otra, leyendo un mensaje tras
otro, ocultando las mismas soledades de siempre. Todo lo hacemos bajo el
mandato de la brevedad y la prisa (esa que tan poco te gustaba) lo que nos
convierte en peces deslumbrados siguiendo la corriente, del disfrute al
aburrimiento inmediato, en un vano intento de cubrir lo que al final emerge
como evidente.
Tú sabías bien que no sirve decir nada si no
se acompaña con la mirada o se arropa con una sonrisa, y ninguna pantalla
devuelve una caricia con tacto de piel. Es mayor la ansiedad de desearlo que el
logro de comunicación global y sin fronteras que vivimos ahora. Lo tenemos todo para hablarnos, pero nos quedamos tantas veces sin saber qué decirnos. La sinceridad se oculta y nuestras verdades mueren mudas. Y las
relaciones se pierden, se diluyen, se abandonan con sólo silenciar un aviso de
mensaje. Más efectivo que volver la espalda cuando te cruzabas con un indeseado
por la calle, pero mucho menos noble y valiente.
Ahora que todo se mide –palabras, audiencias,
deseos-, sería incalculable saber cuántos miedos y mentiras se esconden tras cada
pantalla. Nos dicen lo que debemos comprar, vestir, comer; nos analizan lo que
debemos sentir, nos recuerdan que debemos sonreír, nos animan con frases
lapidarias y nos dan palmaditas en la espalda (virtuales, eso sí); todo controlado
y cobrado por unos expertos que inventan cada día nuevas profesiones de ampulosas denominaciones en inglés. Donde todo
es negocio, se esconden tantos intereses tras las palabras. En nuestro
castellano de toda la vida, sería decirle a los demás lo que tienen que hacer,
ni más ni menos.
Todos, en realidad, nos hemos convertido en “profesionales
de la comunicación” o en torpes aspirantes a serlo, opinadores que viven con la
mosca detrás de la oreja porque nos sabemos engañados, y vemos lo que otros se
callan, mientras unos se comen las uvas de dos en dos y otros de tres en tres,
al estilo del Lazarillo. A toda prisa,
una vez más, nos han dejado tragándonos el vértigo de la montaña rusa que llaman
crisis, descendiendo entre curvas, mareados por la desesperación. Nos sentimos
solos en un mundo donde se ensalza el "yo soy yo", y nos cuesta recordar que los logros se alcanzan “todos a una”, como lo
inmortalizó Lope en Fuenteovejuna.
Se compite a golpe de mensaje, con el mismo afán
de destacar que tuvimos siempre, ese que nace de la envidia que nunca nos
abandona. El mismo que lucíamos en el rellano de la escalera, comentando los
chismes de la vecina del quinto, y que ahora se vende y se venera en “prime
time”. Políticos y medios de comunicación “ponen en valor” lo que les conviene,
en vez de “valorar” lo que importa. Y allí lo dejan, como en una especie de
pedestal, donde la verdad tiene que crecer, rebosante, hasta caer por su propio
peso.
Tuvimos mucho en estos años, lo ganamos, pero
nos quitaron demasiado y nos robaron más. Y no es posible conformarse ahora, ni
resignarse a ser feliz como lo eras tú con un trozo de pan con tocino. Quien
gozó de algo, quiere lo mismo y más. Estresados y jadeando, corremos cada día,
trabajando con sueldo o sin él, con la ansiedad de conseguir un bienestar que
se nos escapa o se nos niega. Con el pánico a perder lo ya que tenemos y la
necesidad de conseguir lo que aún nos queda, deseando sin parar, inventando nuevos
sueños, que generan otras necesidades y más deseos.
Como el propio río, somos inmutables y
cambiantes. En nuestro país de paradojas,
somos más altos y estamos mucho más cabreados; seguimos siendo pasionales,
orgullosos y sentimentales, arrastrando prejuicios y complejos y ahogándolos en
copas de vino o en una ronda de cañas. Los mejores meteorólogos de ascensor y ahora
entrenadores en red, capaces de olvidar afectos y lealtades, salvo las que se profesan
al equipo de fútbol. Nos moverá siempre el amor, aunque a veces seamos injustos, recibiendo sin dar y dando menos de lo que somos capaces;
la única fuerza que tenemos es lo que queremos; lo único que nos mueve y nos
salvará, hasta donde lleguemos.
Muevo el dedo por la pantalla y veo a buenas
personas en el fondo. Esa es mi confianza y mi esperanza. Y ojalá nacieran más,
como tú, tal día como hoy…
A mi padre.