Se despidieron de ella en el cementerio una tarde de enero, cuando el sol aún resistía en el horizonte. La noche llegó después para el padre y el hijo que iban arrastrando el peso de la pérdida hasta su modesto piso en la calle Real. No se atrevían a formular las preguntas para las que todavía no tenían respuestas. Tras el funeral, dos agentes de policía habían intentado interrogarles sobre el asesinato de ella, pero sólo habían obtenido negativas, balbuceos y un profundo desconcierto.
Ni el padre ni el hijo eran capaces de entender cómo María González
García, esposa y madre, ama de casa de 59 años de edad, había muerto desangrada
frente a la parroquia de San Sebastián Mártir, con cinco puñaladas en el
cuerpo, después de ser atacada por un drogadicto fichado en numerosas ocasiones
y con un largo historial delictivo. En el bolso de la mujer apareció intacto un
sobre con un grueso fajo de billetes, algo insólito, además, en alguien que no
manejaba más dinero que el de la compra diaria.
Un sutil aroma a magnolia les recibió cuando abrieron la puerta del piso;
su perfume aún impregnaba la tapicería del sofá donde se derrumbaba al final de
la jornada, agotada y silenciosa. Todo parecía en perfecto orden, tal como ella
lo había dejado antes de salir. Sólo quedaba una taza de café sobre la mesa de
la cocina esperando a que regresara para descansar de nuevo, limpia y
reluciente, en su lugar de la alacena.
El hijo miró fijamente la taza y deseó poder leer en los posos de aquel
café todas las dudas acumuladas en las últimas horas. Levantó los ojos y vio a
su padre con las mismas incógnitas en el rostro, repasando con la mirada, una y
otra vez, los objetos familiares de la cocina, como si cada uno llevara escrito
el misterio oculto de su mujer y el motivo de la tragedia. Notó que, por
primera vez, los ojos de su padre no brillaban con la ira habitual; había derrota
en el gesto amargo de su boca torcida, señal del combate entre rabia e
impotencia.
Como mudos testigos del desconcierto, el bolso y su misterioso contenido
reposaban en una de las sillas de la cocina.
- ¿Tú sabes qué significa esto? —tronó la voz del padre, por fin.
- Ni idea…
- ¿Pero de dónde demonios sacó tu madre ese dinero?
- No sé… Pero está claro que no fue un robo...
- ¿Conocería a ese hombre?
- Seguramente. El poli dijo que un par de chicos les oyeron hablar antes
de que la atacara…
- Joder, ¿sería su amante?
- No creo, papá. Eso es imposible…
- ¿Qué debemos pensar entonces? ¿Eh, di? ¿Qué?
- No sé…
- Si ella nunca salía… Si iba a la compra o a misa, nada más. Sola. No tenía tiempo para amigas. Yo creía que
estaba siempre en casa. Que estaba bien, aquí en casa, siempre…
La voz fue perdiendo fuerza, apagándose como una llama inútil, cada vez más débil, sin oxígeno hasta extinguirse definitivamente.
Bajo la lúgubre sombra que proyectaba la figura de su padre, inmóvil
frente a la ventana, recordó otras noches en las que las discusiones de la cena
habían dejado paso a una tácita aceptación. Día a día, año tras año, había
dejado de oír las protestas de su madre y las órdenes tajantes de su padre. Ella
tenía que quedarse en casa y no había más que hablar. Tenía que cuidar a su
hijo sin que nada le faltase y, por supuesto, tenía que cuidarle a él, ocuparse
hasta del último detalle, para su comodidad, para que pudiera soportar mejor la
larga jornada en la oficina: las camisas limpias, la comida caliente y casera,
las zapatillas a punto y el sofá reservado al llegar a casa. Ese era el orden natural
de las cosas. Así había sido siempre y así tenía que ser; así lo hizo su madre
y la madre de su madre y otras muchas antes que ellas desde el principio de los
tiempos… Amén.
Ahora sabía que el silencio de su madre no había sido consentimiento; no
fue resignación ni cobardía, sino amor y desafío a partes iguales. Su madre
había huido, al menos durante algunas horas al día lejos del cerco que imponía su
padre. “¿Pero cómo?”
- ¿Y esto qué es? ¿Qué coño son todos estos papeles?
El grito de su padre le sobresaltó de nuevo. Sobre la cama de matrimonio
había desperdigado el contenido de los cajones y, con medio cuerpo en el
armario, lanzaba ropa en un confuso montón que aumentaba sin parar: la bata
vieja de su madre, ropa interior desgastada por el uso, el par de zapatillas
que usaba en casa y algunas prendas más, descoloridas y deshilachadas de tanto
lavarlas. Encima fue colocando trajes de vestir, elegantes y sobrios, camisas
blancas de delicado encaje y varios pares de zapatos oscuros de tacón. Sobre la
cama, ya sin apenas espacio, apiló carpetas y papeles sueltos donde aparecían
reseñados nombres y casos judiciales, sentencias, requerimientos y numerosos
documentos oficiales que se vio incapaz de descifrar. Al fondo del mueble, junto
a un título de licenciatura en Derecho, apareció un sobre marrón con dinero y un
significativo mensaje: “Por si falto…”
- ¿Cómo es posible que guardara todo esto sin que yo lo supiera? ¿Y para
qué?…
De la furia había pasado al abatimiento. Se derrumbó sobre el montón de ropas,
objetos y papeles que cubrían la sencilla colcha de matrimonio y se tapó la
cara con las manos para no ver, como siempre había hecho. No la veía, en
realidad nunca la miró bien ni preguntó. ¿Para
qué? Ella estaba presente a la hora en punto para él. “Era suficiente, ¿o no?...”
El timbre rompió el silencio y el hijo abrió la puerta a una elegante y resuelta
joven que lucía un velo triste en los ojos. La sorpresa hizo que padre e hijo
se quedaran plantados en el vestíbulo con la mirada turbia y el rostro
inexpresivo.
- Lamento llegar tarde para darles el pésame. Me ha dolido mucho la
muerte de María y más de esta forma tan cruel e inmerecida. Era una gran
compañera, profesional y diligente. La mejor abogada que he conocido. Ella hizo
todo lo posible por ayudar a Wilson, le permitió rebajar sus condenas y
someterse a terapias de rehabilitación, pero ha sido inútil. La droga lo había
desequilibrado por completo en las últimas semanas. María no debió acercarse a él
durante el permiso. Les juro que me aseguraré de que sea condenado por…
La joven se detuvo y tomó aire de repente, respiró hondo y se percató,
un segundo después, de lo que significaban las rígidas máscaras que conformaban
el rostro de padre e hijo.
- ¿No saben de qué les hablo, verdad? Es evidente. ¿No conocían a la gran
mujer que tenían en casa? Compasiva, inteligente, infatigable… Sólo siento
haber tenido tan poco tiempo para compartir con ella el turno de oficio. Se
presentaba únicamente por las mañanas; ahora lo entiendo. La vi defender a los
más desfavorecidos con uñas y dientes, con la fuerza de quien conoce los resortes
oscuros de la naturaleza humana y la ternura de quien lucha para mejorarlos. Mi
jefe está de acuerdo en llevar a cabo un homenaje para reconocer su labor,
además de una mención especial que le otorgará el Colegio de Abogados de
Madrid.
- Disculpe señorita… -respondió por fin el padre, con un hilo de voz. - Es
que no sabemos qué pensar, ni qué sentir…
- Admiración, orgullo, amor… ¿Qué otra cosa podría ser? Siéntanlo todo y
después déjenla descansar en paz. Y sobre todo, en libertad.
La joven fue tajante. Con un rotundo portazo, abandonó el piso donde dos
sombras, padre e hijo, se abrazaban en la culpa. “Por una vez, hagamos caso a una mujer…”, musitó el padre. “Será lo mejor para nosotros”, respondió
el hijo.