Había perdido las horas tras la espuma leve que
desaparecía
al atardecer de los días, esperando al sol que
vigilaba
en el horizonte inmenso y velado que ya nada le
decía.
El mar silencioso arrastraba letras sueltas de tinta
seca,
entrelazadas de recuerdos breves, débiles trazos de emociones
lejanas,
letras que no hablaban nunca de la vida muerta aquel
atardecer,
cuando el mar devoró su amor náufrago, ahogado en el
silencio de las palabras.
Le ardían los ojos entre el fondo y la orilla, leyendo
respuestas vacías
con el vaivén de las olas y con ellas desaparecía la
esperanza de oír
la voz que un día le habló de un amor imposible antes
de partir
hacia el silencio del miedo, temblor prohibido, secreta
cobardía.
Te dejé el mar, escuchó un día. Está en mí, soy yo.
Creyó oír su voz. Rugía al atardecer más alto que
las olas: era él.
El que responde a quien pregunta, el que salva a
quien duda,
se acerca o se hunde, atormentado o en calma,
consuelo de pequeñas muertes, descanso de vida inmortal.
Quédate aquí, ahora.
Porque soy eterno, amor, cuando soy mar.