“Un día más y cada día más”.
Ese era el lema que se había dado a sí mismo y el que giraba obsesivamente en su
cabeza mientras los pies le conducían hasta la mesa de redacción del periódico.
Depositó el portátil y echó un vistazo a sus compañeros que le miraron
fugazmente con la habitual mezcla de envidia e indiferencia. Envidia por su atractivo
rostro conocido en todo el país, famoso por su matrimonio y rico por la herencia
de su poderosa mujer; indiferencia por su pobre y monótona carrera profesional.
Sabía que su nombre al pie de un artículo era garantía de lectores ávidos de
morbo, pero también era una decepción segura por la falta de fuerza que
transmitían. Cada día era más consciente de que le había contratado por el
tirón de su nombre. Lo había intentado todo, pero se sentía incapaz de ir más
allá de lo que su metódico cerebro le dictaba. Sus historias se ajustaban
siempre a la verdad; jamás escribía un adjetivo que no valorase como cierto y
ponderado y nunca añadía un renglón que no se ciñera a criterios racionales de
objetividad.
“Vamos, un tostón. Lo
que escribe ese tío es un plomazo infumable.”
La
frase le dejó paralizado, a punto de derramar el café, a pocos pasos de la
máquina donde un grupo de compañeros aprovechaban la pausa mañanera para hablar
de él, formando un animado corrillo, sin pudor ni piedad.
“Ya te digo. Lo que
escribió ayer era para roncar. Manda narices que tenga la suerte de hacer lo
que le dé la gana por su cara bonita de duque y lo desaproveche así…”
Conocía
y detestaba la voz de ese compañero, rasposa y envenenada. Paco Martínez, el
delegado sindical tan vulgar como su nombre, podía dedicarse únicamente a
olfatear el ambiente, enturbiarlo a discreción y soltar sentencias, según
soplara el viento. Y a él más que nadie, por supuesto. Era el blanco más fácil.
“A mí me flipa verlo.
¿Qué más da lo que escriba? Es monísimo, jiji.. La pena es que no se arregle
más. No sé cómo su mujer, la duquesona, le deja salir así de casa… jiji”
Las
risitas de la secretaria de redacción fueron acogidas por un coro de
exclamaciones de asentimiento por parte de sus compañeras. Sabía que todas,
cuando le veían, se ajustaban el escote o le lanzaban fervorosos pestañeos para
captar su atención, cosa que jamás lograban porque de las mujeres, -incluida la
suya-, estaba harto y cansado. Con la abundancia de oferta, había perdido el
gusto.
Regresó
a su mesa con las notas que había preparado para el artículo del día. Una
historia sobre la lucha de una mujer contra el banco que amenazaba con
embargarle el piso por el impago de la hipoteca. Algo típico y por desgracia
habitual. ¿Cómo podría sacarle más chispa?
Conocía
desde siempre al director de la sucursal que había suscitado el conflicto, un
tipo orondo y bien intencionado que solía ganarle por unos cuantos hoyos los
domingos por la tarde. El golf les unía, pero además conocía y respetaba su
integridad. Sabía que en ningún momento querría perjudicar a la mujer, pese al
considerable retraso en el pago de las mensualidades. Seguro que su amigo
encontraría alguna solución para que el temido embargo no llegara a ejecutarse.
Comenzó a escribir, sereno y firme, y trató de desarrollar la historia con el
mismo cuidado con que empujaba la bola, a base de manejar imparcialidad y datos
contrastados. Pero, a traición, la conversación del corrillo en la máquina del
café volvió a su mente. Paró de teclear y pensó por un instante que, tal vez,
la mujer podría haber tenido una dramática infancia, un posible embarazo del
hombre que la había abandonado y un tumor cerebral por causa de los dolores de
cabeza que le estaba provocando la amenaza de embargo. Esa sería otra historia,
algo incierta, pero mucho más suculenta. Levantó la cabeza y comprobó que sus compañeros ya habían regresado a sus
puestos, no sin antes dedicarle algunas miradas burlonas que le dejaron el
habitual poso de desprecio y aquel doloroso rencor quemándole el pecho.
A partir de ese momento, reanudó la escritura
del texto pintando un desgarrador cuadro de dolor para la mujer de su historia,
más allá de lo que había visto con sus propios ojos cuando la entrevistó. Su
imaginación salvadora, dócil y sumisa, cubrió la vergüenza de adornar la verdad
con mentiras y de mentir para hacer un favor a su propia ambición.
El
resultado pudo saborearlo al día siguiente. Entró en la redacción, arrastrando como
siempre los pies y el portátil, y fue recibido por saludos de admiración y palmadas
en la espalda. Un gran éxito. Centenares de lectores compasivos habían llamado
a la redacción para implicarse en el caso y evitar el desahucio de la pobre
víctima del cruel sistema bancario, además del impacto y el eco en el resto de medios
de comunicación. Con todo en marcha, llegó la ayuda especial de los servicios
sociales y la dimisión del director de la sucursal. Se había quedado sin
compañero de golf y, peor aún, sin un viejo amigo, pero el éxito parecía estar
por fin en sus manos. Miró el teclado y sus finos dedos sobre él; las manos
extendidas y firmes. Embriagado de euforia, vio en ellas un poder hasta ahora
desconocido y en su mente creció el deseo de más.
“Has triunfado, chaval,
hay que reconocerlo. A ver si tenemos que llamarte gran duque al final…”
Martínez
le asestó un brusco puñetazo en el hombro, que pretendía ser de felicitación, y
no ocultó cierto retintín en su enhorabuena. Pero él sintió que su camino se
había abierto y despejado. Don Francisco Javier Sáenz del Rincón, duque consorte
de Medina, ya tenía nombre reconocido.
Había
encontrado la fórmula, a pesar de sí mismo. Y fiel a su nuevo ser, rompió las
férreas barreras de su metódica cabeza y de su honesto corazón a partir de
aquel día. Con más ansia y habilidad de lo que nunca hubiera imaginado comenzó
a maquillar realidades sutilmente. Bastaba con dejar caer una insinuación o una
falsead oportuna para que el resto de medios y la sociedad entera reaccionaran
a favor o en contra de cualquier suceso. Con sus palabras abría el telón,
armaba el escenario y daba pie a que empezara la función. A partir de ahí, el resto empujaba por la
escalera al afortunado o desgraciado protagonista de sus artículos. La bola de
cizaña rodaba, escalón a escalón, gracias al rencor de muchos, la envidia de
tantos y la ignorancia de la mayoría. En cada uno de sus artículos les
facilitaba cotilleos jugosos que alimentaban maquinaciones y venganzas, y en ese
juego de deshonor, multiplicado hasta el infinito, todos tiraban piedras contra
tejados ajenos sin medir el daño.
Entre
las famosas víctimas que fueron cayendo, por obra y gracia de sus insidiosas palabras,
se encontraban un aclamado jugador de fútbol al que acusó de sospechosas
actividades nocturnas, un concejal que había llenado sus arcas igual que otros
pero con más avaricia y menos prudencia, y un prometedor político para el que
inventó un turbio pasado en un internado inglés. La capacidad de su imaginación
no tenía límites y le importaba poco el desmentido posterior o los posibles
agravios. Ya no era su problema; su conciencia muerta permanecía en un
conveniente silencio. Lo que ocurriera tras el punto final era responsabilidad
del otro, culpa únicamente de cada lector como responsable último de lo que
interpretaba más allá de sus palabras.
Un
año entero se deslizó por el calendario, mientras él saboreaba su nuevo estado
de euforia ilimitada. Cumplía fielmente el lema: “un día más y cada día más”. Lo había logrado y cada día lo
demostraba entrando erguido y satisfecho en la redacción, caminando con paso
rotundo hacia su despacho privado, el privilegiado lugar que lo había alejado
de las charlas de café y que proclamaba su éxito con una reluciente placa y letras
en brillante dorado. Aquel despacho era su nuevo territorio y desde él ponía en
práctica el poder adquirido. No necesitaba tener sangre propia de “grande de España”, ni beber del nombre
de su esposa para calmar la sed de reconocimiento. Se sentía tan lejos de ella
que apenas se cruzaban algunas palabras corteses al coincidir en la casona que
compartían.
Hasta
que una noche recordó cómo era la voz de su mujer cuando le ponía en su sitio.
“Estás mintiendo sin
parar, Francisco Javier. No tienes justificación.”,
le dijo.
Ella
había forzado el encuentro en el vestíbulo a media noche, el momento ideal para
discutir sin testigos, después de que el servicio se hubiera acostado. Se lo
temía: tenía que pasar antes o después. El riesgo era inevitable, pero no había
otra solución. En la absorbente dinámica que vivía, las víctimas podían caer
desde los pedestales más altos, injusta pero inevitablemente. No podía parar.
En el anguloso rostro de su mujer leyó
acusación y desprecio a partes iguales, mientras su mirada destilaba furia y
decepción. Todo por un artículo que había escrito contra una de sus íntimas amigas
de la alta sociedad; una marquesa de devota religiosidad que trataba de aplacar
el remordimiento por su repletas arcas dirigiendo varias asociaciones benéficas
a la vez. La historia daba una de cal y otra de arena, pero las ampollas se
habían levantado al insinuar que las caritativas intenciones de la marquesa no
eran tales y que gran parte de los donativos acababan en otras de sus nobles arcas,
bien custodiadas en Suiza.
“No reconozco a mi
marido. Hasta tus gestos parecen ofensivos y crueles. Eres mezquino. O paras
esta cadena de falsedades o no me verás más. Ni a mí, ni a mi dinero… Y por
supuesto, dejarás de usar mi nombre y mi título. ¿Está claro?”
Tan
claro como la oscuridad que se cernió sobre él. Ya no debía importarle el
abandono de su mujer ni la pérdida de sus privilegios. ¿O sí? Había alcanzado el
éxito por sí mismo y eso era suficiente para mantener su imagen y todos los
reconocimientos. ¿O no? La duda le atenazó la garganta como una soga que le
apretaba al cuello a través de los ojos de su mujer y visualizó, diáfano y
transparente, un futuro con nada y en la nada, si cumplía su amenaza. Aquel
futuro que su imaginación le regalaba era tan siniestro como ahora era su alma.
Al
día siguiente, llegó tarde a la redacción, sin alzar el mentón ni erguir la
espalda. Literalmente se tambaleaba sobre los pies que parecían no poder
sostenerle hasta llegar al despacho y derrumbarse sobre la delicada piel del
sillón. Abrió el portátil y extendió sus finos y elegantes dedos sobre el
teclado. Los miró temblar, imparables, inquietos, y se dijo: “Cálmate. Será como todas”. Febril y
agotado, trató de no respirar el hedor que desprendían sus ropas. No había
dormido ni un minuto de aquella interminable noche. No quería pensar. Sabía las
palabras exactas para dedicar un sentido homenaje a su esposa. Tal vez las últimas;
quién sabe, la suerte estaba echada.
Al
fin era el protagonista de una historia de verdad que, como tantas otras, quedaría
oculta tras las palabras. Siguió tecleando rápido con sus delicados dedos de
cuidadas uñas, ahora ensangrentadas y sucias; negras como su conciencia y el
fango que había cubierto el cuerpo de su mujer.
Comenzó
a teclear…
“Con gran dolor y
pesar, debo comunicar que mi amada esposa, María Luisa del Campo y Mendoza,
duquesa de Medina, murió ahogada en el río esta noche…”