“Algún día lo dejaré, sí,
algún día…” Era el pensamiento que le invadía cada
noche al sentir el olor a mugre que desprendía la puerta del almacén junto al
puerto. A los 35 años vislumbraba su inevitable final. Moriría de un tiro por
la espalda, desangrado en un callejón de madrugada, como en la típica novela
negra. Solo que él no era un héroe de gabardina y sombrero calado hasta las
cejas. Estaba harto de esconderse y sobrevivir como un delincuente, con el doloroso
recuerdo de una mujer en las entrañas.
Se
tocó el costado con el gesto que le consolaba siempre y respiró hondo. Abrió la
puerta y sin saludar se encaminó hacia la mesa donde sus hombres esperaban órdenes.
—Los
mexicanos nos esperarán en el muelle hasta las tres. Si no llegamos a tiempo,
se marcharán con el cargamento —explicó.
Asintieron
sin rechistar. Era el jefe, a su pesar. Ninguno de los otros era capaz de
ponerse al mando de sus “negocios” en el puerto. No tener otra vida era lo
único que les unía. Solo dudaba de Adolfo, el último del grupo, un tipo que
acumulaba silencios para tapar sus deudas a la vida.
Y
aquella noche Adolfo parecía más alterado que de costumbre. Miraba sin disimulo
hacia el cuartucho del baño, por donde asomaba el filo de una luz azulada. El
jefe dirigió hacia allí y abrió la puerta de un empujón. Unos ojos verdes le
devolvieron el reflejo de los suyos. Un muchacho escuálido y moreno que sostenía
un móvil entre las manos estaba sentado sobre la tapa del retrete. Parecía
aterrado, pero no se movió del sitio que había tomado como fuerte.
Adolfo
dio un paso e irguió la cabeza, desafiante.
—Es
el hijo de mi hermano. Parece que se ha escapado de casa o eso creo, porque no
suelta prenda. Siempre han tenido muchas movidas en casa…
El
chico ignoraba la explicación con la mirada fija en el móvil que desprendía
luces de colores al ritmo de disparos de metralleta. Movía al héroe del juego
sorteando enemigos a toda velocidad. Los cuerpos quedaban mutilados y ensangrentados
en un macabro espectáculo de diversión.
—¿A
qué coño estás jugando, chico? —preguntó el jefe sin poder contenerse.
—¿Y
vosotros, a qué jugáis? —respondió.
Se
quedó atónito por la osadía del muchacho y creyó ver en sus ojos un destello de
dolor, muy parecido al suyo. Un espejo de sus 15 años.
—Esto
es serio. Nos jugamos la vida.
—La
vida de otros… Yo quiero… Necesito aprender a matar.
—¿Qué
dices, chico? ¿No tienes suficiente con ese juego? Déjalo así.
—Me
llamo Ángel… No, no es suficiente. Tengo que hacerlo real.
—Vale.
Escucha. Si tu tío te ha contado algo, sabrás que no somos asesinos. Nos
limitamos a hacer que las armas cambien de manos. Lo que hagan con ellas, no es
nuestro problema. ¿Entiendes? No matamos a nadie…
—Dilo
como quieras. Viene a ser lo mismo —puntualizó, tajante.
Se
sintió incapaz de seguir discutiendo. La conversación había destapado recuerdos
cubiertos con grandes capas de esfuerzo. Un rostro de mujer amado y dulce,
azotado por la mano del hombre que odiaba. No podía permitir que esos recuerdos
resurgieran.
La
operación era arriesgada y los peores presagios se confirmaron. La Guardia Civil
les esperaban en el muelle donde habían acordado la entrega y los mexicanos
trataban de escapar del cerco policial. Apenas les dio tiempo a escapar,
aprovechando la confusión, y volver al coche. Antes de cerrar la puerta trasera
se oyeron dos detonaciones y un cuerpo cayó de golpe sobre el asiento.
—¡Joder,
si es el chaval! —exclamó el jefe.
Cuando
regresaron al almacén, a salvo por poco tiempo, Ángel gemía afiebrado, pero
consciente.
—¿No
he matado a nadie, verdad, jefe? —preguntó con un hilo de voz.
—Solo
has conseguido un buen rasguño. ¿En qué demonios estabas pensando?
—Quería
probar… Tengo que liquidar lo que dejé pendiente en casa.
—¿Y
qué tienes que liquidar?
—A
mi padre.
Sí,
ahí estaba. Era él a los 15 años; el mismo dolor, su misma rabia. Y una escena
en el recuerdo. La lluvia aquella noche resonaba contra el tejado y de su
costado izquierdo manaba la sangre que goteaba hasta el suelo. Y su sangre se
unía a la de su madre en un charco oscuro. Ella agonizaba sobre las baldosas
del salón; el rostro cubierto de heridas nuevas desgarrándose sobre las viejas.
Su padre sostenía el cuchillo que le servía para descargar las frustraciones de
su alma de bestia contra ellos. Y a los 15 años dejó de dudar. Le disparó con
una vieja pistola comprada meses antes. Fue su seguro de vida y el símbolo de la
angustia que le acompañaba desde que cerró los ojos de su madre con un beso y
dejó bien abiertos los de su padre, como último castigo, para que no dejara de
mirar el dulce rostro de la mujer que había destruido día a día. Y desde
entonces llevaba la vieja pistola en una cartuchera pegada al costado, junto a
la herida que le marcó más allá de la piel.
—Mi
madre es lo que más quiero… —De los ojos del muchacho brotaron por fin unas
lágrimas rendidas a la desesperación.
—Lo
sé. Pero matar nunca es la solución. Los muertos no desaparecen como los del
juego de tu móvil. Estarán presentes en la vida que trates de construir al
margen de su recuerdo. No te concederán ni la libertad ni el poder que
imaginas. A su modo, nos atan, nos vencen y nos entierran con ellos. No te
estoy echando un sermón de cura, chico. Es la puta realidad. Lo sé bien… Te
ayudaré a proteger a tu madre, ella vivirá por la mía. Y lo haremos sin juegos
que nadie gana. Los necios juegan a controlar el mundo, pero los hombres solo vencen
cuando se dominan a sí mismos. Tú eres mi última oportunidad, Ángel, y yo la
tuya.