La vida siempre le parecía a punto de
empezar. Abierta, diáfana e incierta. Como la hoja de su agenda con todos sus
días nuevos, prometedores, a estrenar. Como una cuartilla que espera ser
cubierta de palabras de principio a fin, hasta que un punto las detenga en su
momento perfecto.
Ahora, sobre la mesa del café, el papel
parecía seguro, asentado durante los pocos minutos que tenía por delante para
saborear el aroma que ascendía de la taza. Podía llenar el papel y aprisionar
los sentimientos en blanco y negro. Podía extender sus pensamientos a través del
día, alargarlos una noche tras otra y soltarlos al amanecer, siempre al
amanecer. Justo en el momento de comenzar un nuevo día, las lágrimas hacían el
resto. Caían libres, imparables, queriendo llenar un vacío que ni las palabras
ni el tiempo cubrían. A veces, creaban un charco, otras un lago, casi siempre, un
océano.
Sabía que un corazón insatisfecho es capaz de
reclamar lo que la mente no domina, y vivía a punto de empezar cada minuto del
día, con la misma ansiedad de la primera vez, en un continuo dar sin recibir,
con el temor de que desapareciera lo que había creado un minuto antes.
De sus muchos o pocos años, de su castigada experiencia, sabía también que ningún papel, ningún océano, ningún corazón se llena por
completo. Cuando nace, el amor se recibe como un regalo inesperado que, con el
tiempo, se convierte en obligado. Se da por hecho que existe como un privilegio
eterno y que así seguirá siendo. Se olvida asomarse al borde del pozo por donde,
poco a poco, el amor se va hundiendo tras la pesada carga de la costumbre.
El aroma se había evaporado, la taza estaba
vacía y el papel lleno. Un cerco oscuro de café quedaba en el fondo como la
huella de los minutos que se le habían escapado. Se puso en pie y comenzó otra
vez, un nuevo paso, otra salida, más tiempo. A punto, dispuesta de nuevo a
rellenar las palabras de vida, cubrir el pozo, atravesar el océano y protegerse
el corazón.
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