Sería una reina, una gran dama, una mujer
irresistible e inolvidable, como las protagonistas de las novelas… Se lo había
propuesto al recibir esa mañana la carta con la fecha definitiva, el día que lo
cambiaría todo. Metió con resolución la carta en el bolso (el último comprado,
el de piel suave, el reservado para las grandes ocasiones) y se dirigió al
centro comercial.
Se asomó al espejo con temor. Las prendas
amontonadas en un rincón del probador daban testimonio de lo complicado que era
verse como las heroínas de las novelas. Se había colocado una tras otra y se
sentía sudorosa y frustrada, sin ninguna gana de salir de nuevo al exterior
donde otras se cruzaban grititos de júbilo ante el descubrimiento de una blusa
“ideal” o unos pantalones “mágicos” que volatilizaban la celulitis -si eras
capaz de entrar en ellos y conservar al mismo tiempo la respiración-. La imagen
le devolvía a una mujer sin dirección de ida y de vuelta de todo. El vestido negro,
de amplio escote, se ajustaba a unas caderas que jamás serían “voluptuosas”, sino
sencillamente anchas. Tampoco asomarían nunca por ese escote unos pechos “turgentes”
y menos después de la terrible prueba que le esperaba. Siempre deseó –sin éxito-
que su cuerpo se ajustara a esos calificativos que tantas veces había leído en
sus noches solitarias. Todos aquellos adjetivos, – lo sabía bien-, habían
nacido de la imaginación de las escritoras de novelas románticas y sus editores,
que conscientemente se aprovechaban de que la belleza ideal, –aquella que
despertaba el deseo de inexistentes adonis-,
era la máxima aspiración de sus lectoras.
Otro espejo y un nuevo temor. La peluquera se
afanaba en colocar sus rizos con cierto estilo, mientras parloteaba con su
compañera sobre el último desaire de su novio. “Creo que está con otra. Éste parecía diferente, pero ha resultado ser
como todos los tíos. Da igual que duren tres meses o un año. Al final, siempre
se les acaba la batería para tener detalles en cuanto les abres las piernas. Te
conquistan, consiguen el reto, se aburren y se les paran las pilas. No más
mimos, no más piropos y no más cenas. Así pasa con todos”. La peluquera soltó
su discurso con un elocuente gesto de rabia y desprecio, pero todo su auditorio
femenino sabía perfectamente que aquella misma noche buscaría a otro, -uno que
sería igual, como todos-, con la secreta esperanza de que su nuevo hombre
mantuviera los gestos de amor hasta el final. Como en las novelas, -pensó ella-,
donde la historia se siempre se acababa antes de que el protagonista deje de
ser el entregado amante –de miembro poderoso, mirada penetrante y
estremecedoras caricias- que termina sepultado en el hastío de una tarde de
sofá y cerveza.
Apretó el bolso con fuerza y repasó la carta
con un suspiro. La fecha se acercaba. Le quedaba una semana y cada vez era más
consciente de que ser una heroína hermosa, resuelta y sin miedos era un sueño, la
verdadera historia imposible. Volvió a mirarse en el reflejo de un escaparate y
se sintió sola. Más sola que nunca, con su nuevo vestido negro, altísimos
tacones con plataforma, -sobre los que apenas era capaz de sostenerse-, y una
aparatosa melena que trataba de hacer volar al aire con soltura, girando la
cabeza, sin poder evitar que los pelos se le enredasen en la nariz.
El día estaba dejando paso a la noche. Desde
la terraza donde apuraba el último café veía pasar a la gente, pero no
distinguía sus caras. En su novela, aquel día tendría que haber conocido a un
compañero que fuera capaz de amar como ella. Un hombre que le sostendría la
mano dentro de una semana, -cariñoso y comprensivo-, cuando saliera del
quirófano con el tumor del pecho ya extirpado y tuviera que aprender a ser
feliz de nuevo, sin dejar de ser tal como era.
Pagó el café, se levantó recogiéndose el pelo
en una coleta y guardó los tacones para siempre –el dolor en los tobillos era
inaguantable, no merecía la pena-. Caminó despacio, pensando en llegar a su
casa, imaginando un nuevo mañana… Y sin ver a un hombre alto, de atractivo aspecto, que la seguía a pocos pasos, -tras su estela, para él prometedora,
irresistible-.
En las novelas, cuando dos se cruzan las
miradas, los sentimientos arden al instante. En ellas comienza una historia
fácil porque es idílica, soñada y falsa;
en la vida, los días demuestran una realidad esperanzadora, tortuosa y compleja,
que exige compromisos renovados más allá del último capítulo.
Se giró, -claro, por fin-, y lo vio. En sus
ojos había una mirada que la imaginaba, pero ella quería ser real. Se detuvo
para sonreírle y decirle la primera y la última palabra: “Hola y adiós”.
El comienzo que escribiría, esta vez de su
puño y letra, sería una novela propia, ahora sólo para ella, a su manera.