Las sábanas están frías pero todavía guardan
algo de la humedad que transmitía su cuerpo. Al pasar la mano, aún noto algo de
calidez aquí, justo donde descansaba su espalda. Muevo la almohada y mi nariz
se impregna de un suave aroma dulzón a jabón y sudor. Así olía cada mañana
cuando se levantaba de la cama soltando un bufido, antes de dirigirse al cuarto
de baño y frotarse pelo por pelo, de la cabeza a los pies, hasta quedarse impecable.
Entonces el olor a jabón se mezclaba con la colonia que usaba desde que su
madre le regaló el primer bote, grande y cuadrado, a los 16 años. Desde ese
día, anunciaba su presencia un aroma pegajoso a hierbas secas y madera quemada.
Avanzo por el silencioso pasillo, oyendo sólo
mis pasos, y todavía percibo ese perfume rancio que dejaba al pasar; lo noto adherido
a los muebles, pegado a las paredes y a los pocos cuadros que cuelgan de ellas.
Toco uno de ellos por el borde del marco rugoso y paso la palma de la mano por
su centro. Hay algo dentro, supongo, pero lo siento vacío. Como esta casa, como
esta calle…
Vendrán pronto, creo, pero no quiero
apresurarme. Me dijeron que guardara en una maleta todas mis cosas y así lo
hice esta mañana al levantarme. Tardé poco tiempo en doblar dos vestidos de
verano y dos de invierno; dos camisones, una chaqueta de punto y un abrigo de
lana. No encontré nada más en el armario, salvo algunos trapos viejos
desgastados por la lejía que prefiero dejar. El resto lo llevo todo conmigo: lo
que no quiero olvidar.
Quiero esperarles aquí, sentada en mi mecedora
junto a la ventana pegada a la calle. Antes podía contar los pasos que se
arrastraban cansados por la tarde o que avanzaban ligeros sobre el empedrado
después de que cantara el gallo y estallara el bullicio de vecinos y animales.
Ahora nada se escucha fuera. Tras la ventana, el silencio es la medida de los días
y el sol es el reloj de mis horas dentro. Siento que va llegando su calor de mediodía
porque estiro los pies y me cubre la punta de las zapatillas. Lo noto en los
dedos helados que, por fin, puedo comenzar a mover; sé que tendré que esperar
todavía un poco más hasta que ascienda por las piernas y consiga bañarme entera. El abrazo del sol; nunca conocí nada mejor.
Oigo unos pasos… son de una mujer… con
tacones. Contundentes, sonoros y rotundos. Deben ser ellos…
“Pasa, Sergio,
la puerta está abierta. Tenemos que cerrar todos los trámites de este caso lo
antes posible. Ya sabes que el cadáver del titular de la vivienda, Fernando Gómez
Rojas, está todavía en el Instituto Anatómico Forense pendiente de los
resultados de la autopsia. No tenía familiares vivos o, al menos, no los hemos
localizado hasta ahora. De modo que su única heredera sería esta mujer que
vivía aquí, aunque tampoco hemos conseguido averiguar la relación de parentesco
o de otro tipo que había entre ellos. En el registro no encontramos ninguna
documentación que pueda arrojar alguna luz y no podemos interrogar a conocidos
o vecinos del fallecido porque esta calle, y el pueblo entero, es un cementerio
desierto. Es increíble que pudieran vivir aquí, alejados de todo, sin nadie
alrededor. Tan solitarios… Quedan muchos cabos sueltos que atar todavía. ¿Lo
has entendido?”
La mujer habla con la misma fuerza y energía
que camina, aunque parece sorprendida por todo. No entiende. Yo tampoco. En eso
somos iguales, podríamos ser hermanas si no fuera porque yo jamás usaría esos
tacones que ensordecen y rompen el suelo al pasar. No debería golpearse nada,
nunca, y menos la tierra que nos sostiene.
“Sí,
entiendo. Pero es evidente que ella tendrá las respuestas. ¿No la habéis
interrogado ya?”
Ahora habla un hombre de suave, dulce voz. Es
hueca y profunda como el pozo en el que metía la mano de pequeña y nunca
llegaba a tocar el fondo. Me gustaba sentir el frescor en la piel, el tacto del
agua ligera, flexible y sutil. Pero, sobre todo, me emocionaba la promesa que
escondía…
“Lo
intentamos, pero ella se negó a contestar. Se quedó al lado del cuerpo del
hombre sin decir una palabra hasta que se lo llevaron. Mírala. Está ahí sentada
en silencio. No se mueve, ni siquiera pestañea. No sé si estará bien, ya me
entiendes… Tal vez tengamos que recurrir a los Servicios Sociales para que se
hagan cargo de ella. Aquí no se puede quedar.”
La mujer está decidiendo mi destino, el
futuro que siempre eligen otros por mí. Mis padres decidieron que viniera a
esta casa con él y ellos se fueron, nunca supe por qué ni adónde. Él decidió
que me quedara en el cuarto del rincón, al lado de la cocina, durmiendo sola
mientras oía cómo subía las escaleras hasta su habitación todas las noches. Él
decidió comprarme esta mecedora y que me quedara sentada en ella todos los
días, salvo la hora en que podía salir a recorrer la calle, todas las tardes a
las cinco en punto. Arriba y abajo, un paso tras otro hasta el final y vuelta a
empezar. Le ponía nombre a las piedras que notaba bajo mis pies y, a veces,
hablaba con ellas para contarles mis pocas cosas y mis muchos sentimientos. Siempre
quise avanzar unos pasos más allá…
Noto cerca una presencia. Se acerca sin hacer
ruido, así que debe ser el hombre de voz profunda. Me tapa su sombra y su aliento
me inunda. Es cálido, como el sol.
—Hola, ¿cómo
estás? Supongo que lo ocurrido ha tenido que ser difícil para ti. Vivías con
ese hombre desde hace tiempo, ¿verdad? No te preocupes, estamos aquí para ayudarte…
¿Cuál es tu nombre?
—Me llamaba Clara.
—Bien, escucha Clara… Tenemos que saber qué
relación tenías con ese hombre para saber si eres o no la heredera de sus
bienes y tu situación legal. Además, todavía no se han esclarecido las razones
de su muerte. Tememos que pudo haber sido envenenado…
—Vivía aquí con él. Nada más.
—¿Nada más? ¿Seguro? ¿No estabais casados o
viviendo en pareja?
—Él estaba en la casa y yo también. Yo dormía
aquí abajo y él arriba. Me ponía la comida en la mesa y me daba ropa. Yo le
oía, le olía y le sentía, pero él nunca me tocó. Puede que me mirara, pero no
me veía…
—¿Cómo es posible? Me cuesta creer algo así… Eres
una mujer joven, bonita… Bueno, dejemos eso por el momento. ¿Sabes qué hizo la
noche de su muerte?
—Llegó más tarde de lo normal, estuvo un rato
en la cocina y después subió a su habitación. A dormir, supongo.
—¿Sabes si comió o bebió algo?
No me da tiempo a responder. Oigo de nuevo
los tacones. La mujer regresa decidida y enérgica, tanto que noto como irradia
por los poros el empalagoso perfume floral y exótico que la envuelve.
—Algo tiene que saber, Sergio. Ella estaba
aquí esa noche… Me acaban de confirmar que tenía una elevada cantidad de
alcohol en sangre, además de otra sustancia tóxica que podría ser algún tipo de
colonia masculina. ¿Cómo es posible que bebiera semejante mezcla? ¡Que lo
aclare! Espero que no tengamos que llevárnosla detenida…
Los tacones se alejan. Vuelvo a sentir sólo
la presencia de él sobre mi rostro. Creo que me está mirando fijamente. Buscará
respuestas, pero para hallarlas deberá ver dentro. Como en todo…
—El frasco de colonia estaba roto. Yo sólo
vacié el resto del líquido en un vaso para que no se derramara del todo. Lo
dejé en la cocina.
—¿Entonces se confundió y lo bebió como si fuera otro
whisky? ¿Sabías que eso podría pasar? Que llegara borracho y se confundiera… Sabes
que son del mismo color… Si te ignoraba, si te tenía casi encarcelada, es
comprensible que quisieras librarte de él.
Tiene sospechas en la voz que le tiembla
ligeramente; duda de mí. Se queda en silencio y desearía que no lo hiciera. A
pesar del interrogatorio, quiero seguir escuchando su tono suave y su timbre cálido.
Se acerca más y noto que mueve la mano frente a mi cara…
—¡Clara, mírame! ¿Puedes verme?
—Lo estoy haciendo…
—No, no puedes. ¡Eres ciega! ¿Cómo no me he
dado cuenta antes? Esos ojos tan intensos y oscuros confunden…
—Yo veo claro. No conozco otra luz que la
oscuridad, pero puedo ver el color de un aroma en la piel. Y puedo sentir el
tacto de las voces que acarician o tiemblan. Nunca he cerrado los sentidos,
están tan abiertos como mi soledad de siempre. Tengo en la memoria sensaciones
infinitas de esa calle y esta casa. De lo que él me hizo y de todo lo que quedó
en suspenso, como las palabras reconfortantes que jamás me llegaron de su boca.
Ahora que ha muerto, sé que me legó su silencio para que yo lo reconstruyera
con nuevas sensaciones. La soledad es la única que deja ver algo en medio de la
nada. Ese ha sido mi mayor privilegio y mi triunfo. Tal vez nunca llegue a
saber del todo quién soy, pero quiero seguir siendo Clara…
Lo noto ahora a mis pies, por fin, sin dudas.
Rendido y tal vez admirado. Pero, sobre todo, siento su calor de sol
atravesándome la piel y templando mi cuerpo, como en un abrazo. Suspira...
—Yo también quiero ver, Clara. Enséñame a
mirar como tú…