Ahora lo sé. Son los otros, siempre lo son. Podría
contarlos uno por uno como a los barrotes de este calabozo donde pasaré la
noche. Ponerles nombres y caras, fechas y lugares. Fueron los otros los que me
empujaron hasta aquí. Siempre lo son.
Todos hablan y hablan del destino, de la
suerte y del azar; claman a dioses y demonios que ponen como modelos o como
dianas para lanzarles dardos cuando las cosas se tuercen. La culpa no es de
nadie cuando se reparte y nadie la reconoce. Lo sé desde que era pequeño, desde
que les oía en misa, en el colegio, en el barrio, en la casa donde cenábamos
acelgas como menú de lujo. Aquel despojo agotado de trabajar que fue mi padre hablaba
de hacerse un hombre y, antes que él, mi abuelo proclamaba, mientras le atizaba
con el cinturón, que había que luchar por uno mismo para ganarse el pan de cada
día. Fue lo que aprendí y lo que intenté hacer.
No elegí a mi abuelo, ni a mi
padre, ni al hermano que se burlaba de mis piernas cortas y mi talante
pacífico. Brillaba en sus ojos la envidia de su espíritu inconformista,
asqueado de su pobre existencia. No elegí la tristeza permanente de mi madre ni
la enfermedad que la devoró en seis meses, dejándonos con un estropajo que
jamás supimos usar y una soledad ningún hombre sabe arropar.
Crecí y estudié. Intenté ignorar a los vagos
que me detenían y a los mentirosos que me rodeaban. Me esforcé y luché. Tenía
mi honrado trabajo como orgullo y mi mullido sofá como refugio. La tenía a ella
y a mi hijo. Esquivé al amigo que fundió parte de mis ahorros en quemarse el
cuerpo con drogas y olvidé a aquel que trató de engañarme con un negocio que le
obligó a desaparecer del mapa.
Soporté al atildado y pedante director de la
sucursal que jamás dio crédito a mis modestos sueños. “La crisis, Julián, ya sabes. Antes por unos, ahora por éstos. Todo es
culpa de la maldita crisis, de los que gobiernan aquí, allí, y de la alemana
que está en todas partes…” Siempre se creyó con chispa.
Mastiqué mi orgullo, agrio y doloroso, y
callé ante el dueño del taller que me negaba un aumento de sueldo año tras año,
mientras me prometía un ascenso que, al final, nunca llegó porque ya era demasiado
viejo.
Y a viejo he llegado sin ella, la que al
final me dejó un domingo por la tarde para irse donde alguien la entendiera o
la atendiera, vaya usted a saber… La dejé marchar y giré la cabeza hacia un
lado para no ver su compasión y el aire a desprecio que flotó después. Giré la
cabeza hacia el otro, cuando mi hijo siguió sus pasos y me quedé, hundido, en
mi mullido, desgastado e inútil sofá.
Esta mañana recorrí el camino hacia el
trabajo, lo único que me quedaba, con mis únicos pensamientos: ¿Qué hice mal? ¿Quién hizo daño a quién? ¿Fui
yo o fueron los otros? ¿Quién los puso delante de mí, quién los colocó a mi
lado? ¿Mi vida habría sido distinta con otros?... Cuando llegué y me detuve
frente al taller donde había pasado 25 años de mi vida, unos operarios estaban
colocando un colorido cartel que rezaba: “Hiperchino”.
El luminoso y ajado título de “Carpintería
Hnos. Martín” reposaba en el suelo de serrín, apagado y triste como una
lápida sin flores. Por primera vez en mucho tiempo, sentí placer al encender el
mechero y prender fuego a los restos de aquellas maderas que había tallado con
mis propias manos. Todo ardió seco y rápido. Fascinado, ni siquiera sentí cómo
me esposaban y me traían hasta este calabozo.
Y ahora, hablando solo, la noche
está siendo tan larga…
—¿Julián
García? Puede salir. Su hijo ha pagado la fianza —. La voz del policía
interrumpió sus pensamientos y sonó como un milagro.
—¿Mi hijo?
¿Está seguro? Eso es que ha regresado… No sabe lo que me emociona, agente… —. El
policía sonrió y con una afectuosa palmada en la espalda, añadió:
—Lo imagino… Me recuerda a mi padre, Julián.
Recoja sus cosas, pero deje aquí la ira y la autocompasión. O se convertirá
también en uno de los otros...
(Relato publicado para "Las dos Castillas" http://lasdoscastillas.net/)
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