Querido Christian:
Disculpa el atrevimiento, mi
admirado Christian. Escribir estas líneas me ha costado noches de insomnio,
vacilaciones y dudas. La mano tiembla, pero sé que ya no tengo nada que perder. Quizá
no leas esta carta; puede que se pierda entre las miles que recibes cada día o que
acabe en la papelera. Pero la ilusión vive en mí todavía, igual que el deseo de
acercarme a ti, aunque sea a través de estas humildes letras.
Soy una más entre tantas, lo
sé. Seguramente estarás harto de recibir mensajes de adoración que no te
afectan. Sé que somos una carga necesaria para un artista que vive de la pasión
que despierta en mujeres anónimas. Mujeres que, como yo, se sientan ansiosas ante
el televisor para verte actuar. No sé si hay equilibrio en esta dependencia, en
este juego de necesidades mutuas. Pero sin duda, yo te necesito.
¿Suena
ridículo, verdad? Sonrío y me sonrojo, pero ya, ¿qué más me da?
Aferro de nuevo el bolígrafo
con mis torpes dedos para seguir recordando ante el papel. Es como un lienzo
blanco donde pintar el perfil de mis pobres sueños; esos que brotan de la pantalla
oscura que iluminas al aparecer. Sí, llenaste de luz mi mundo, el modesto
cuarto donde me refugio al lado de la lumbre, frente al televisor encendido. Te
vi por primera vez galopar con tu estampa de caballero y después bajar de la montura,
de un salto, para callar con un impulsivo beso a la protagonista que gritaba
sin un porqué. Y te vi sonreír, satisfecho y pícaro, rodearla con tu brazo y
cubrirla con una mirada plena de ternura.
Suspiro al recordarlo
porque, amarrada a tu imagen, me trasladé en el tiempo. El reloj se paró y
retrocedí a los veinte años. Cuando mi piel era tersa, la cintura fina, el
cabello abundante; cuando aún tenía reflejos de luz en el rostro y chispas en
la mirada. Cuando todavía no podía imaginar que tendría que ponerme a servir
para sacar adelante a mi familia. Cuando una viuda debía ser casta de
pensamiento y de obra, respetando la memoria de un marido que la dejó sola, con
la única fuerza de su voluntad.
Ya no me siento culpable por
sentir. Me abandono al placer de imaginarme joven y ardiente en tus brazos, temblando
con el roce de tu intensa mirada y jadeando al son de tus pasos. Suena cursi, ¿verdad?
Suena como todos los sentimientos que se trasladan al papel y apenas reflejan
el brillo nuevo de un corazón viejo.
Mi querido Christian, los
sueños son el último regalo que el corazón nos concede. Y el mío late intacto con
la magia que le das. A los ochenta años, la culpa ha muerto; pudor y pecado se revelan como auténticas
mentiras que se difuminan como una sombra cuando el amor se
interpone entre la soledad y las ganas de seguir viviendo. Aunque sea un amor de
compañía ausente. Aunque sea así, distante y plácido, imposible y seguro, tan
confortable como un manto cálido y tan inofensivo como una fantasía.
Cierro los ojos, soñando,
definitivamente.
Siempre tuya, una más
entre tantas.