El café muy caliente, los libros más
queridos, apilados y a la espera, el papel en blanco, expectante y acogedor, la
máquina dispuesta, las letras erguidas sobre sus teclas, los sentimientos de
mayor a menor, reclamando protagonismo, y en el horizonte, un imposible
inmenso, como el mar. Ese siempre fue el orden de su caos, su lugar en el mundo.
Lo fue desde que tuvo uso de razón y las
palabras de su madre resonaban en el pasillo de la casa: “hay un sitio para cada cosa y cada cosa debe
estar en su sitio”. Esa letanía acompañaba a María desde sus primeros años,
desde que comenzaba a oírla en el salón y los pasos de su madre se acercaban
peligrosamente a su habitación donde reinaba un monumental desorden de ropa
tirada sobre las sillas, los papeles desperdigados entre los pliegues de la
cama o los libros abiertos por cualquier página. Jamás se preocupó de ordenar
un caos cómodo y prometedor, donde lo perdido podría reaparecer y donde todo
estaba a su alcance; en su caótico mundo siempre sabría donde había dejado unas
zapatillas viejas o donde había escondido una esperanza usada.
A su modo aprendió a organizar los problemas
por orden de dolor y daño, de mayor a menor, cuidadosamente. Si el dolor
todavía latía, lo relegaba al fondo del armario o lo dejaba reposar en el
último cajón, el más inaccesible y plagado de recuerdos amontonados encima. Si
el daño aún hería, lo mantenía a la vista sobre la mesa para sentirlo vivo y no
olvidar el error propio o el desprecio ajeno que enseñaba tanto como el libro
abierto a su lado. Junto a la mesilla de noche, antes de cerrar los ojos,
evocaba la imagen de un rostro querido, una palabra amable, un acierto
inesperado, cualquier deseo nuevo o uno de sus eternos imposibles. Y cerraba
los párpados para que todo se mezclara desordenadamente, girando a la vez, en
un veloz remolino, para sentirlo todo después surgiendo en fogonazos de
felicidad nítida e intensa.
El tiempo fue su aliado hasta que avanzó
demasiado. Los años se empeñaron en aumentar su adorado caos; al pasar, se
llevaron el impulso y la impaciencia, y apareció el cansancio: una sombra permanente
sobre la ventana de la habitación que oscurecía la vista y tapaba el mar. Se
acumularon ante ella todos los intentos inútiles de encontrar un lugar para errores,
fracasos, abandonos, desilusiones, olvidos o desamores. Llenaron a rebosar sus armarios
y cajones, asomando por cada hueco, y desde cada resquicio, le recordaban que
tenía que enterrarlos definitivamente.
Lo intentó. Reclamó otra vez la ayuda del
tiempo y la memoria. Apeló a la voluntad y al olvido, y envió fantasmas al
fondo del mar. La habitación se le apareció entonces diáfana y limpia, vacía e
insensible; tan resplandeciente que dañaba los ojos, tan fría que dolían los huesos,
tan solitaria que mataba el alma.
Buscó, al menos, una esperanza en pie, hasta
que, sin querer, un imposible regresó a su mente, uno inmenso como el mar que
la miraba de frente: el que tanto había querido. Tan vivo como cierto. Como
todos los que regresaron después, ordenadamente, volviendo a su lugar, al caos
con sentido donde nada sobra, donde “cada
sentimiento tiene un sitio y cada sitio debe guardar un sentimiento.”
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