A la amistad llamabas vida,
A
la palabra llamabas vida,
la
música acudía a tu llamada,
cuando
escuchabas: era ella, la añorada,
la
vida que brotaba entre inquietudes y penas.
Todo
en ti era acción, reacción: hacías, te ofrecías,
todo
en todo,
cuando
no tenías límites,
eras aire que apresar,
gota
de aliento, tierra pura, pisada firme,
hierba
alta entre arena fina,
cielo
rojo de fulgor constante,
mirada
negra, luz de fuego.
Recuerdo
cuando me llamabas vida,
no
había límites, era un juego.
No querías crecer.
Ella
iba y venía en el hueco de tus manos,
manos
al viento, palabra clara,
voz
de trueno, tormenta fácil.
Y
tras el remolino de tus pasos, la lucha interminable:
la
vida se movía en el esbozo de tu sonrisa grande.
Tengo
miedo de llorar y que tú te vayas tras las lágrimas,
al
reclamo del agua,
tras
la promesa de lo que juega bajo el mar,
de
lo que descansa en el fondo: la paz,
en
busca del amor comprensivo, la diversión eterna,
el
triunfo dichoso, la recompensa justa
el
día de mañana, el porvenir que no verás.
Dejas
la puerta abierta: la vida quedó sin cerrar.
No
temas a una lágrima. No me fui, nunca me iré.
Soy
la voz que susurraba cuando la mina le dijo al papel:
conócete
a ti mismo.
Como
un dibujo a lápiz, escribió Marsé.
Soy
la música que rasga la hoja, las notas de aquella canción,
Declama
el actor: el desgarro, el pudor, la risa.
Mis
vacíos son abismos a estas alturas: grito emoción.
Sobre
las tablas, llamo a la vida. Le pido una más.
Colores,
otro latido, un gesto, olvido lo amargo,
siempre
presente,
no
es el azar la vida: es lo que está por pintar.
Soy
la aguja que se desliza entre los surcos,
recuerdos
maravillosos, promesas: el placer de tocar.
El
rumor de las hojas que abrazan el nido.
Soy
un dibujo a lápiz: la víspera del infinito.
"Agranda la
puerta, padre
Porque no
puedo pasar.
La hiciste
para los niños,
Yo he
crecido, a mi pesar.
Si no me
agrandas la puerta,
Achícame,
por piedad;
Vuélveme a
la edad aquella
En que vivir
es soñar”.
Miguel de Unamuno
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