“¡Maldita
sea, no llego a tiempo!” Miró el reloj y resopló para coger aire. Disponía de sólo cinco
minutos para subir los cuatro empinados tramos de escaleras que conducían a la
sala del juicio. Llegaba tarde porque la funesta casualidad había querido que
su mujer estrellase esa misma mañana el coche contra una columna del garaje.
Parte del capó de su adorado BMW había quedado tan arrugado y descolorido que “dolía”
verlo. Otro marrón del que ocuparse al llegar a casa para rematar la “fiesta”
del día. “Es que no entiendo cómo se puede
ser tan inútil. Pero, joder, si es que hay más sitio para moverse en el garaje
que en una plaza de toros…”
Casi al borde del colapso, jadeando, llegó al
vestíbulo y se acomodó la corbata, mientras rebuscaba en su maletín los
documentos relativos al caso. Creía tenerlo bien atado: su defendida era
inocente de la acusación de asesinato formulada por la familia de la mujer que
había fallecido, al caerse desde la azotea de su vivienda. La fiscalía no había
podido probar durante la instrucción del caso que su defendida hubiera empujado
a la víctima con la intención de matarla, pese a que ambas habían mantenido una
fortísima discusión, a causa de un hombre. Los gritos habían sido escuchados de
lejos por algunos vecinos. “Bien, todo
está clarísimo. No hay confesión, no hay pruebas suficientes, no puede haber
condena.”
Más tranquilo, se aclaró la garganta y entró con
la cabeza gacha en la sala, murmurando una disculpa en dirección al presidente
del tribunal. Le bastó un rápido vistazo al banquillo de los acusados para comprobar
que su defendida seguía con el mismo rostro impenetrable desde que fue detenida.
“Lo de esta mujer es alucinante. Ni en el
juicio se inmuta. Bueno, total a mí, mientras me pague…” La vio serena, con
las manos juntas en el regazo. Morena y altiva, con los rizos desordenados
sobre los hombros. Los labios apretados y firmes, las mejillas pálidas y las
cejas finas enmarcando unos ojos de un negro profundo. En ninguna de sus conversaciones había
conseguido desentrañar las emociones de aquella mujer. Con un escueto “no” había negado el asesinato. Sus
gestos eran tan limitados y medidos como sus palabras.
No pudo evitar compararla con su propia mujer,
quien le dedicaba cada día un amplio rosario de aspavientos e indirectas. Creía
tener descifrados todos los “yo no digo
nada” y los “bueno, vale, tú mismo”
de su mujer. El truco, resuelto después de 15 años de matrimonio, era asentir y
dar por seguro que significaban todo lo contrario.
- ¿La acusada
va a contestar a las preguntas que se le formulen?- la
pregunta del presidente del tribunal le pilló de sorpresa, por andar perdido en
el fango de sus cuitas domésticas.
- No es
necesario, señoría. Me declaro culpable. Yo la maté.- respondió
ella, sin el menor titubeo. Sobre la sala y entre todos los presentes, se
extendió un silencio atónito.
- ¿Cómo? ¿Qué? ¿Qué dice? -gritó- ¡No es
posible! Mi defendida se declara inocente, señoría. Esto debe ser un arrebato,
está nerviosa, alterada por el juicio. Esto es un error… No, no es así… .-
balbuceó.- Solicito un receso para hablar
con mi clienta, señoría, por favor.
Se acercó a trompicones al banquillo de los
acusados y esperó una respuesta: “¿Por
qué, por qué demonios confesaba ahora?” Ella se puso en pie y, con el mismo
aplomo de siempre, le dijo:
- Maté a esa
mujer. Sí, lo hice. La empujé porque pretendía quitarme al hombre que amaba. Lo
hice por amor, por mi vida. De qué sirve amar tanto si él nunca se entera, si
nunca llega a saberlo. Tenía que decirlo, ante él y ante todos.
- Ya, vale, muy romántico, pero sigo sin entender. Si hubiera callado y se libra de ésta, podría estar con
él. Podrían casarse, tener hijos, no sé… todo eso que hacen los enamorados…
- Hoy comprobé que ya es demasiado tarde.- sentenció ella.
Y siguiendo su oscura mirada, vio al fondo de
la sala, a punto de salir, a un hombre alto y atractivo que sostenía por la
cintura a una impresionante rubia, vestida de rojo de pies a cabeza, con un
escote diseñado para bucear en sus blancas y suaves profundidades…
Interrumpió un tanto avergonzado sus
pensamientos y recogió resignado su maletín. Trataría de encontrar otra
estrategia de defensa, aunque estaba convencido de que el tribunal seguiría sin
encontrar pruebas suficientes y la absolvería. Al fin y al cabo, toda la
opinión pública y la prensa de forma unánime, se habían puesto de su lado. Y la
experiencia le decía que es más fácil defender una mentira asumida por todos
que una verdad nueva mantenida por uno solo.
Al llegar a casa, su mujer lo aguardaba con
la cabeza alta y una sonrisa precavida, dos signos evidentes de que estaba a la
defensiva pero complaciente. A la espera de la batalla por el estropicio del
coche.
- ¿Tú matarías
por mí?-
le preguntó a bocajarro, nada más entrar por la puerta.
- ¿A qué viene
eso? Lo del coche fue culpa de la columna que apareció de repente…
- No, no,
olvida el coche. Te pregunto: ¿me querrías tanto como para matar por mí?
- Bueno, no sé
qué te pasa. Pero sí, mataría por ti.- respondió ella, rotunda. Y en sus ojos vio
esa chispa, ese brillo especial, como en los de su defendida…
- ¿En serio? ¿Para
quedarte conmigo?- sorprendido, no daba crédito a lo que oía. Pero si su mujer no era
capaz de matar ni a una mosca. De las arañas ya, ni hablaba…
- Mataría por defenderte, no para apropiarme de ti. Que tú quieras quedarte conmigo voluntariamente
es la única demostración de amor que necesito.- Ella
sonrió y él le devolvió la sonrisa.
No hacía
falta más; su juicio estaba visto para sentencia. Todavía tenía mucho que
aprender de ella. Y por suerte, toda una vida por delante para descifrarla…