Sólo había escuchado esa rotunda frase en las
películas: “… Que hable ahora o calle
para siempre”. Evocaba la imagen difusa de unos inocentes novios, rodeados
de un halo brillante y blanquecino, esperando frente al cura y conteniendo la
respiración. Nadie podía romper el compromiso que estaban a punto de asumir.
Pero el guión de una película se moldea al gusto del director para sobresaltar
a los sumisos espectadores y, entonces, sí convenía que una voz se alzara para
cambiar el curso de los acontecimientos.
Martín se sintió siempre como esa voz
agazapada en el banco de la última fila. Al fondo, en el rincón más oscuro de
la engalanada iglesia, alejado del aroma de los adornos florales, apenas
iluminado por la rutilante y bella blancura que desprendía la novia. Siempre callado,
apartado de las fiestas de otros, convidado de piedra en las alegrías ajenas,
desde un silencio inmutable y ansioso.
No había asistido a la ceremonia de la boda,
pero le contaron que fue un acontecimiento celebrado en toda la región. El jefe
del partido que gobernaba en la provincia, el cacique, el pequeño dios que
manejaba intereses a su antojo, había conseguido colocar el anillo en el dedo de
la heredera. Con esa alianza en la mano, un imperio económico se extendió ante
sus ojos y, en pocos años, tuvo abierta de par en par la puerta del ministerio
donde trabajaba Martín. Traspasó el umbral del poder sin perder su aire de
vulgar soberbia, confiando en su instinto político y en su habilidad para el
disimulo, y manejó con arte todas las falsas virtudes que ocultaban su profunda
ignorancia. En Martín encontró a un perro fiel, vestido cada día con una
inmaculada camisa blanca de funcionario, dispuesto a tapar y asentir.
Martín y el nuevo ministro se convirtieron en
inseparables y en la comidilla del resto de trabajadores. Ninguno entendía como
aquel funcionario, apocado y de torpe apariencia, podía haberse convertido en
la mano derecha del ministro y ganarse su confianza hasta el punto de no salir
de su despacho. Martín pasaba allí las horas, sentado en una diminuta mesa
colocada en la esquina, casi invisible, mimetizado con el entorno, en total
simbiosis con la gran estantería de nogal que revestía de oscura elegancia las
paredes del solemne despacho ministerial. Presidía su pequeña mesa una foto
enmarcada del ministro en su toma de posesión publicada en la prensa, una sola
foto y ningún detalle personal más. ¿Para qué? Era suficiente para Martín y,
sin que nadie lo sospechara, su seguro de vida.
En esa foto tenía la prueba de un delito que
nadie más conocía. Tenía en su mano justicia y venganza. Esa imagen era la
única en la que se apreciaba un viejo reloj que había pertenecido a un hombre
asesinado años atrás: su abuelo. El ministro lo había querido lucir en aquella
extraordinaria ocasión, en el primer paso de su fulgurante carrera, con la
audacia del estúpido que no reniega de su maldad sino que la exhibe como trofeo,
convencido de que nadie lo va a pillar. Por
las cartas de su abuela, Martín sabía que fue un asesinato provocado por la codicia
del entonces concejal y la testarudez de su abuelo que se negó a poner sus
tierras en manos de un joven político ambicioso e inmoral. Un crimen enterrado por el poder y sepultado
por el tiempo, que él se sentía tentado a desvelar cada vez que el ministro
ascendía un escalón de influencia y prestigio.
“Habla
ahora…” Habla,
pensaba Martín. Cuéntaselo a todos, al partido, a la prensa, antes de que
llegue más lejos, antes de que sea todavía peor. Pero callaba, ante el propio
ministro y ante el mundo, porque la razón de su silencio, vivía aún y allí.
Desde la diminuta mesa de su esquina, Martín
la amó desde el primer día. Ella, delicada y frágil, había entrado en el
despacho desplegando una luz blanca, pálida y brumosa que le encadenó sin
saberlo. Supo entonces que reservaba para su marido un rencor perpetuo que
ocultaba con sus dulces modales de niña rica bien educada. Y supo también que
ella jamás lo miraría. Era lógico; Martín formaba parte de la decoración en la
que no reparaba nunca, igual que los libros o los ostentosos cuadros de las
paredes. Pero esa luz que ella emitía desde de su propia prisión, era la única
que amaba Martín y la única que iluminaba su opaca existencia, donde resonaban voces
ajenas y silencios elegidos.
Nunca podría apartarse de ella sin morir
primero. Era cuestión de supervivencia. Era lo que se recordaba cuando, a
veces, le inquietaba el eco de la conciencia, cuando miraba la foto del
ministro en la toma de posesión. Entonces rugía el silencio y oía su cobarde
compromiso, la triste atadura, su condena. “…
Callaré para siempre.”
Escrito para Las Dos Castillas http://lasdoscastillas.net/
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