Me miras, acusas y me condenas. Dices que no
te quise en realidad, que solo al principio supe hacerlo, que al final te
abandoné. No me culpes si el amor primero huyó y se cansaron las palabras y se
agotaron los besos. No me culpes si la piel se acostumbró, si las palabras se
repitieron, si los labios dejaron de probar sabores nuevos.
Juzgas y me condenas. Apelo a tu memoria. Recuerda.
Te di lo que tenía: el primer impulso al verte, la nueva pasión al conocerte,
el deseo de tocarte el corazón una y otra vez. El mismo amor insistía; era el
mío, el que no sabía inventar otro; sólo hacer y darse siempre igual. Pasó de joven a viejo con las mismas palabras, las
únicas que conocía. No me culpes si no supe hallar otras nuevas.
Confieso mi ignorancia. No adiviné que tu deseo se anticipaba y pedía más, mudo e
impaciente. Nunca supe la eternidad de tus noches de espera, ni de tus lágrimas
al amanecer. No supe el esfuerzo que hiciste para entregarte a mí, a tu modo,
sin tiempo. No me culpes si no reconocí las señales que debía intuir. Mi mano
en tu espalda recorría el camino conocido, mientras tus ojos ya habían emprendido
otro distinto. Tu silencio me ganó y en él me perdí.
¿Quién tiene la culpa? Al principio escribimos
compromisos sin tinta, pactos solemnes, claves privadas, obligaciones mutuas que dejamos de cumplir. Se van hacia el viento
al abrir la ventana y renovar el aire, al despedir cada día y abrazar la
noche. Tu mirada era un grito silencioso; mi ceguera fue infinita.
Los principios se borran y se olvidan, rehenes
de la costumbre y la prisa, de la desmemoria y el cansancio. Nuestro amor fue
como el de todos los que se someten a él: previsible, reconocible y vulgar,
como lo son todos los amores desde el principio de los tiempos. Pecado común.
No me culpes si ahora, al final, deseo volver
al principio…
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