Era otoño. Se lo decía la voz aflautada y
cantarina de la locutora de la radio, mientras conducía cada vez más rápido. En
unas horas, la luna se cubriría de nubes que dejarían caer las primeras lluvias;
el frío le rozaría los huesos y el sol se iría debilitando poco a poco, fracasado
e impotente, como quien ve que la vida le aparta a un lado de la carretera. Con
la lluvia, llegaría la melancolía para contar las horas muertas. Miró de reojo
el sobre que descansaba en el asiento de al lado y apretó el acelerador. ¿A dónde iría?
Era viernes. A las tres en punto había salido
de la oficina, asqueado. Un montón de papeles sin organizar quedaron
abandonados sobre la mesa y el ordenador brillaba encendido, con una idílica
imagen de palmeras sobre un dorado atardecer adornando la pantalla. Pisó el
embrague y cambió la marcha. Era un afortunado, se lo decían todos. Recibía un
sueldo a final de mes y su empresa todavía no tenía síntomas de irse a pique
como tantas. Pero nada le decían de la falta de recompensas, de las horas
perdidas, del esfuerzo baldío. Nada le decían de las puñaladas por la espalda.
Esas nunca se contaban como balance de la crisis en el capítulo de daños
irreparables.
Era libre. A su lado sólo viajaba el sobre
marrón, silencioso y prometedor, como único garante de su futuro. Bajó la
ventanilla y aspiró el aire con perfume de lluvia. Miró alrededor y vio sólo el
campo abierto, ocre y verde, protegiendo todavía el último calor, extendido sin
medida hasta donde alcanzaba la vista. Cogió la cartera, las llaves de casa y el
móvil y los lanzó lo más lejos que pudo hacia aquel horizonte que no
vislumbraba.
Aceleró de nuevo y por su mente desfilaron
sus posibilidades soñadas. Podía detenerse en un hotel, nublar la mente con
alcohol y beber el licor de otras mujeres, distintas y exóticas, que le
susurraran palabras desconocidas. Podía llegar al mar, olerlo, y navegar a pie,
caminando por la orilla con los dedos cubiertos de arena. Podía golpear las
ramas de los árboles hasta agotarse, hasta que cayeran todas las hojas de
rabia. Podía llorar una tormenta de recuerdos, abandonarse en manos de la
nostalgia. Y saborear la soledad. Era lo que había que hacer y sentir en otoño.
Cuando seas libre, decían.
Miró de nuevo el sobre con la dirección de su
casa y cogió el desvío hacia el primer pueblo que apareció señalizado en la
carretera. Caminó entre las calles desiertas y llegó a la plaza mayor, donde un
par de ancianos le contemplaron con curiosidad, para luego volver a su charla
intrascendente y continua. Se detuvo ante el buzón de correos y respiró. ¿Cuál sería la decisión? Tenía que ser
rápido y hacerlo ya. Le perseguía el invierno, no había tiempo que perder…
La fuerza de la lluvia le sorprendió,
empapado y de madrugada, a la puerta de su casa. No quiso pensarlo más. Ya
había sido suficiente durante el trayecto de vuelta. Llamó al timbre y en el
umbral apareció rápidamente el rostro de su mujer, con la expresión ansiosa de
quien ve que todo se le escapa:
- Por fin!
¿Dónde estabas? Había llamado a la policía… ¿Qué estabas haciendo?- Nada, me fui
a dar una vuelta. Una vuelta por mi vida…
- ¿Qué dices?
No te entiendo… ¿Y ese sobre? Está mojado. ¿Qué es?
- Nada, sólo
eso. Papel mojado.
Lo dejó tirado sobre la acera sin girarse a
mirarlo. El agua deshizo lentamente el papel y disolvió la tinta, sus palabras
y todas las intenciones. Sólo en su recuerdo, para el olvido, quedó escrito:
“Me voy
definitivamente, lo siento. Me despedí del trabajo, te abandono y no volveré
nunca. No te preocupes por mí y espero que no encuentres dificultades para
seguir adelante. Te dejo dinero, la casa y una vida estable. Soy libre.”
Escrito para "Las dos Castillas" http://lasdoscastillas.net/
Una vez más, maravilloso.
ResponderEliminarTrabajando y "atado" a la familia también se puede ser libre.
Gracias ;) Se puede siempre que sea una elección libre. Creo que esa es la verdadera libertad: poder elegir.
EliminarUn beso!
Porque nada es para siempre, ni siquiera lo que escribimos sobre el papel. Por eso lo consiguió, y fue libre por unas horas...
ResponderEliminarEs que, a veces, sólo por unos días, unas horas o unos instantes somos libres de todo lo que nos condiciona... Y elegimos lo que podemos o creemos mejor.
EliminarGracias, un abrazo!
Su escapada duró tanto como la tinta en el papel que la lluvia deshizo. El miedo a la soledad futura, esa que llegó a adivinar en el invierno de sus días, le ayudó a decantarse finalmente ante el buzón de correos.
ResponderEliminarPorque tal vez, sólo tal vez, la soledad únicamente se saboree si no es para siempre.
Magnifico relato, Mara. Siempre sorprendes. Siempre es un placer leerte.