Se sentó a mi lado al final de una tarde de
agosto. Suavemente se dejó caer en el banco de piedra de la plaza, bajo los
árboles de ramas retorcidas y hojas tupidas que tapizan el cielo de Zamora, cuando
se alzan los ojos y todo respira una lánguida paz.
—¿No te importa que me siente aquí, verdad, hija? —me preguntó con
una tímida sonrisa.
—Claro
que no. Tranquila —le respondí.
Ella era tan delgada y liviana como una pluma
que se deposita en el suelo por el capricho del viento. La miré de reojo
acomodarse a mi lado, mientras extendía el borde de la falda para taparse
pudorosamente las rodillas. Sonrió de nuevo y traté de calcularle la edad.
Imposible. Me di cuenta de que atravesaba esa etapa indefinida que otorga la
madurez a las mujeres que superan los 60 años, cuando las marcas del tiempo
están asentadas sobre la piel. El pelo ralo y dorado estaba cuidadosamente
ordenado sobre su pequeña cabeza y el sencillo atuendo completaba una imagen dulce
y tranquila.
—Me gusta sentarme aquí por la sombra de estos árboles, aunque
esté sola. ¡Qué se le va a hacer! —me dijo de repente.
—¿No tiene a nadie? —respondí con cortesía.
—No
me queda nadie. El marido murió, el hijo está fuera y sólo me hacen compañía
alguna vez las vecinas. ¡Qué se le va a hacer!
Conocía bien esa frase de resignación. La
había escuchado muchas veces, seguida de un suspiro y de un ligero encogimiento
de hombros. Se la había oído a hombres y mujeres que después de haber caminado muchos
años por la vida no encontraron otro destino que trabajar para comer y morir
con las manos vacías, en una lucha diaria sin victoria ni medallas. Puede que,
sin querer, se me escapara una mirada de pena que ella captó inmediatamente.
—Pero
estoy bien, hija. No necesito nada y, a mi edad, eso es lo único que importa. Acumulamos
afanes en esta vida que no sirven al final. Queremos mucho, deseamos demasiado,
nos desesperamos por nada y nos cansamos de todo. Yo crecí con poco, conseguí
menos y casi no me queda nada. Apenas esta manía que tengo de seguir respirando
—. Sonrió con picardía y su mirada brilló con viveza juvenil.
—¿Y su hijo? ¿No viene a verla? —.
Pensé que aquella mujer tenía que haber sido querida en su vida. Era imposible
que no fuera así.
—Tiene
su propia vida como todos; buscó su libertad fuera de aquí como muchos. Y yo le
entiendo. A mí me ató el dinero que nunca tuve; el dinero que nos hacía falta
para comer. Me ató a un marido y a una casa en el pueblo que se nos caía a
pedazos, mientras nos matábamos a trabajar en el campo. Me ató una familia
rastrea y el odio de mi hermana… —Se subió ligeramente la falda y pude ver una
gran cicatriz blanquecina por encima de su rodilla. —Todos creemos ser libres, hija,
lo intentamos a través del dinero, lo intentamos defendiendo nuestras razones a
toda costa. Hasta que nos topamos con los demás, lo queramos o no… Por mucho
que luchemos, no todo en la vida podemos elegirlo, nos viene así. ¡Qué le vamos
a hacer!
Sonrió de nuevo y esta vez más ampliamente,
como si intentara convencerme de que la resignación era lo que le daba aquella
luz a su rostro. Y lo consiguió. Yo también la necesitaba aquella tarde de
agosto. Dejé la ansiedad y la angustia en su regazo, junto a las manos que
descansaban sobre las rodillas, y ella me dejó de regalo su recuerdo, como una
medalla de su verdadera victoria sobre la vida.
Escrito para "Las dos Castillas" http://lasdoscastillas.net/
Realmente a veces me entran dudas sobre si relatas vivencias o es la fuerza de lo que escribes lo que las hace tan reales. Parece el inicio de un libro, ¿qué pasó con la hermana y esa cicatriz?, ¿qué decidiste olvidar en esa tarde de agosto?
ResponderEliminarY esa manía que tenemos, pase lo que pase, de seguir respirando...