miércoles, 22 de junio de 2011

Historia de un adiós

Ni ella misma sabe cuándo empezó. Tal vez a sus 20 años cuando estuvo a punto de brotar de su boca ese adiós, que se le quedó atravesado en la garganta, frente al espejo, vestida ya de novia. Sin darse cuenta, se dejó arrastrar hacia el altar de un futuro predestinado por las apariencias. No sintió nada, y si lo hizo, nunca lo supo. Nadie le había enseñado a dar nombre a sus sentimientos y mucho menos a expresarlos.
Conocía las palabras básicas de su diccionario de mujer: madre amantísima, esposa devota y resignada, compañera fiel y temerosa de Dios. Y las aplicó a lo largo de su vida, dejándose arrastrar por la corriente, como una botella sin mensaje en medio del río.
Siempre fue el recipiente vacío donde él volcó sus miserias. El agujero donde él se desahogaba por las noches, el pozo sin fondo donde volcaba su fustración y su ira, la cueva donde resonaban su gritos, sus exigencias; el cuenco donde escupía su desprecio por la vida. Alguna vez creyó sentir un destello de afecto, pero se evaporaba al instante, se volatilizaba en simple dependencia para todo lo cotidiano. La necesitaba como a sus zapatos: le resultaban imprescindibles para caminar, pero había que pisotearlos cada día.
No sabe cuándo fue. Cuándo lo sintió ni dónde encontró el valor. Tenía ya 70 años, la piel arrugada y manchada, la espalda encorvada y el corazón lleno de hastío. Abrió la puerta y salió gritando el adiós que había germinado y florecido en su interior durante tanto tiempo.
Ahora sería un recipiente solitario, pero repleto únicamente de sus propios sentimientos. Un corazón sin compañía, pero sin humillaciones. Moriría sola, pero en sus últimos días disfrutaría de la dignidad que siempre se le negó.
Se sintió libre, sonrió feliz, y repitió: “adiós”…

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