jueves, 31 de octubre de 2013

Con las piedras, con el viento...


A veces uno se pasa la vida encontrando tesoros sin reconocerlos. Hace años yo tuve la suerte de hallar a un poeta que podía convertir en belleza lo que sentía, describir momentos inolvidables que marcan para siempre y definir lo que quiero -y a los que tanto quiero- de una manera más hermosa. Sólo un gran maestro sabe dominar las letras y conducirlas por su verdadero sentido. Yo no he sabido en muchas ocasiones transmitir lo que deseaba y me perdí en la incomprensión y la impotencia, sin ganas de seguir adelante para no cansar más, para que no te abandonen de nuevo. Entre las palabras se queda encerrado el silencio y todos los sentimientos que iban con ellas se pierden en el vacío...

Así que hoy, por mí y por todos los que se sientan identificados, habla don José:


"Con las piedras, con el viento
hablo de mi reino.

Mi reino vivirá mientras
estén verdes mis recuerdos.
Cómo se pueden venir
nuestras murallas al suelo.
Cómo se puede no hablar
de todo aquello.
El viento no escucha. No
escuchan las piedras, pero
hay que hablar, comunicar,
con las piedras, con el viento.

Hay que no sentirse solo.
Compañía presta el eco.
El atormentado grita
su amargura en el desierto.
Hay que desendemoniarse,
liberarse de su peso.
Quien no responde, parece
que nos entiende,
con las piedras, con el viento.

Se exprime así el alma. Así
se libra de su veneno.
Descansa, comunicando
con las piedras, con el viento."


José Hierro, 1950.






lunes, 21 de octubre de 2013




Cuando un hombre se detiene en la oscuridad,
siempre hay una luz que aguarda con él. 

Es la oscuridad quien le abraza,
perfila los rasgos que meditan sobre su verdad:
la frente inclinada, la mirada hundida, la boca callada, 
hablan de un silencio que desea una realidad. 

Es la luz quien le besa el rostro,
lee en su piel lo que todavía no está escrito,
lo que apunta la oscuridad en su rostro atormentado
indicios y huellas de una historia detenida aún por contar. 

Cuando un hombre se queda en la oscuridad,
crea un poder que todavía desconoce,
y duda y calla mientras teme no poder alcanzarlo.

No sabe todavía el hombre la luz que emana,
la ternura que refleja, no sabe quien llegará, 
quien le ayudará ni quien le amará. 

No sabe que al temer ama y al dudar crece
y al pensar puede y al final gana. 





Hay días que dejan restos de vida amontonados en la acera, restos abandonados y resecos, despreciados e inútiles, restos unidos a los olvidados de ayer y a los dejados mañana.

Un viento inesperado los alejará del camino y cuando estén flotando, alejándose, dispersos y a la deriva, los verás marchar y gritarás que vuelvan. Son tuyos.

Verás tus restos en la bruma de la lejanía, zarandeados, los verás romperse y querrás que regresen, volver a mirarlos por última vez. Te verás fracturado y triste, vacío y hueco sin los restos que te recomponen. Para ser entero, los necesitas a tu lado en el camino, protegidos del viento, para ser todo tú. 


(Foto Unslugged)


domingo, 20 de octubre de 2013

Veneno dentro


—¿Estás seguro de lo que vamos a hacer?
—Que sí, tío. Venga, no te acobardes ahora.
—Es que igual metemos la pata. Y nos pillan. Y nos despiden. Y ese cabrón nos termina de arruinar la vida del todo.
—Eso no va a pasar. Le vamos a dar una lección, un susto nada más. Pero no se le olvidará jamás.
—¿Sólo un susto? ¿Seguro? Entonces, ¿para qué has metido un cuchillo en la mochila?
—Calla ya. ¿Qué te pasa? No me digas que no sería un gustazo rebanarle el pescuezo… ¿Vienes conmigo o te piras? Yo voy a seguir el plan…

El plan era sencillo y la oportunidad se les había presentado de forma inesperada. Un congreso del sector al que les habían invitado a última hora, junto a su jefe, como representantes de la empresa. Se encontraban a más de doscientos kilómetros de sus casas, pasando la noche en un hotel, después de la primera jornada celebrada ese día. Era la situación ideal y el momento perfecto para resarcirse de todo… A medianoche, el silencio era denso e inquietante en el pasillo del hotel. Sus voces, cuchicheando, sonaban cada vez más elevadas…

Vale, voy contigo. Pero escucha: ¿Y si el jefe no es tan cabrón en el fondo? Puede que done dinero, alimentos o haga obras de caridad en secreto. No sé… ¿Y si no lo entendemos? ¿Y si tiene alguna razón para ser así? Igual está amargado por una madre inválida, un hijo drogadicto o algo así…
—¿Ahora me vienes con esas? ¡Pues claro que no! Es un capullo integral. Un cabrón porque sí. No tiene hijos;  está soltero y forrado de pasta. Sus padres viven todavía y confortablemente, además. Se tira a todas las tías buenas que son tan inocentes como para pensar que las adorará eternamente y las cubrirá de oro. Cosa que cumple, claro, durante una semana o dos. No le duran más… Eso sí, a nosotros nos jode todos los días. A nosotros dos y a todos los que trabajan en la empresa.
—Ya, eso ya lo sé. Te has informado bien…
—No se me escapa nada, tío. Me conozco al dedillo su vida y milagros de feliz triunfador;  lo que hace cada día, los restaurantes y todos los sitios de lujo a los que va sin remordimientos, después de habernos exprimido y aplastado. Nos está matando. Es tóxico, como decía aquel libro que leímos. ¿Te acuerdas?  Coincide con todas las categorías: sociópata, egocéntrico y victimista, arrogante y presuntuoso, neurótico, envidioso, vengativo… ¿Sigo?
—No, no hace falta. Sólo que lo de tóxico suena fatal. Es que entonces tóxicos somos todos. Venenosos, podridos, ponzoñosos, dañinos… Todos podemos ser así en un momento dado…
—¿Tanto? ¿Tantas veces? ¿Siempre?
—Vale. Vamos…

La puerta de la habitación cedió más rápido de lo que pensaban. Dentro se respiraba un ambiente espeso y dulzón de perfume caro y sudor. La tupida cortina granate dejaba escapar una fina línea de luz que atravesaba la cama donde su jefe dormía profundamente. En completo silencio. No se escuchaba ni siguiera un suave ronquido cuando se situaron uno a cada lado de la cama. Respiraron y se miraron a través de la oscuridad para darse ánimos. Una mano se deslizó hacia la mochila y alcanzó el tirador de la cremallera. El sonido que hizo quedó silenciado al instante por otro más débil pero angustioso.

De la cama comenzó a surgir un gemido tenue al principio, intenso y agudo después. El gemido se convirtió en aullido y luego en sollozo. Lloraba entrecortadamente; subía y bajaba el tono, ascendente y descendente, con una insólita cadencia. En su rostro dormido se iban reflejando el dolor, la ansiedad, el desamparo… Sus rasgos exhibían los gestos que dejaba escapar su garganta, como una película, fotograma por fotograma. No abrió los ojos. Sus párpados parecían sellados y sólo parecían barnizados por una leve humedad brillante, de lágrimas olvidadas. De repente, quedó en silencio y los dos se miraron, dispuestos ya a escapar. La angustia dormida de su jefe les había contagiado hasta tal punto que no se sentían capaces ni de respirar. Antes de alcanzar la puerta, estremecidos, oyeron unos roncos estertores, idénticos a los anunciadores de la muerte. Llegaron a la salida, en medio de un inusitado silencio. Una breve tregua, porque al poco se reanudaron los gemidos, aullidos, sollozos. Y vuelta a empezar…

Joder, tío. Tenías razón. Es tóxico, pero con él mismo. Se está matando solo. ¡Lleva el veneno dentro!


El cuchillo apareció al día siguiente abandonado en el pasillo. El jefe lo vio sorprendido,  cuando se puso en marcha, atildado y elegante, para la segunda jornada del congreso. ¿Qué habría pasado esa noche para que alguien lo dejara tirado allí?, pensó. “Bueno, para mí ha sido una buena noche. He dormido mejor que hace mucho tiempo. Todo controlado, campeón, nada podrá contigo…”  


Escrito para "Las Dos Castillas" http://lasdoscastillas.net/

domingo, 6 de octubre de 2013

Era otoño, era viernes, era libre.

Era otoño. Se lo decía la voz aflautada y cantarina de la locutora de la radio, mientras conducía cada vez más rápido. En unas horas, la luna se cubriría de nubes que dejarían caer las primeras lluvias; el frío le rozaría los huesos y el sol se iría debilitando poco a poco, fracasado e impotente, como quien ve que la vida le aparta a un lado de la carretera. Con la lluvia, llegaría la melancolía para contar las horas muertas. Miró de reojo el sobre que descansaba en el asiento de al lado y apretó el acelerador. ¿A dónde iría?

Era viernes. A las tres en punto había salido de la oficina, asqueado. Un montón de papeles sin organizar quedaron abandonados sobre la mesa y el ordenador brillaba encendido, con una idílica imagen de palmeras sobre un dorado atardecer adornando la pantalla. Pisó el embrague y cambió la marcha. Era un afortunado, se lo decían todos. Recibía un sueldo a final de mes y su empresa todavía no tenía síntomas de irse a pique como tantas. Pero nada le decían de la falta de recompensas, de las horas perdidas, del esfuerzo baldío. Nada le decían de las puñaladas por la espalda. Esas nunca se contaban como balance de la crisis en el capítulo de daños irreparables. 

Era libre. A su lado sólo viajaba el sobre marrón, silencioso y prometedor, como único garante de su futuro. Bajó la ventanilla y aspiró el aire con perfume de lluvia. Miró alrededor y vio sólo el campo abierto, ocre y verde, protegiendo todavía el último calor, extendido sin medida hasta donde alcanzaba la vista. Cogió la cartera, las llaves de casa y el móvil y los lanzó lo más lejos que pudo hacia aquel horizonte que no vislumbraba.

Aceleró de nuevo y por su mente desfilaron sus posibilidades soñadas. Podía detenerse en un hotel, nublar la mente con alcohol y beber el licor de otras mujeres, distintas y exóticas, que le susurraran palabras desconocidas. Podía llegar al mar, olerlo, y navegar a pie, caminando por la orilla con los dedos cubiertos de arena. Podía golpear las ramas de los árboles hasta agotarse, hasta que cayeran todas las hojas de rabia. Podía llorar una tormenta de recuerdos, abandonarse en manos de la nostalgia. Y saborear la soledad. Era lo que había que hacer y sentir en otoño. Cuando seas libre, decían.

Miró de nuevo el sobre con la dirección de su casa y cogió el desvío hacia el primer pueblo que apareció señalizado en la carretera. Caminó entre las calles desiertas y llegó a la plaza mayor, donde un par de ancianos le contemplaron con curiosidad, para luego volver a su charla intrascendente y continua. Se detuvo ante el buzón de correos y respiró. ¿Cuál sería la decisión? Tenía que ser rápido y hacerlo ya. Le perseguía el invierno, no había tiempo que perder…

La fuerza de la lluvia le sorprendió, empapado y de madrugada, a la puerta de su casa. No quiso pensarlo más. Ya había sido suficiente durante el trayecto de vuelta. Llamó al timbre y en el umbral apareció rápidamente el rostro de su mujer, con la expresión ansiosa de quien ve que todo se le escapa:

- Por fin! ¿Dónde estabas? Había llamado a la policía… ¿Qué estabas haciendo?- Nada, me fui a dar una vuelta. Una vuelta por mi vida…
- ¿Qué dices? No te entiendo… ¿Y ese sobre? Está mojado. ¿Qué es?
- Nada, sólo eso. Papel mojado.

Lo dejó tirado sobre la acera sin girarse a mirarlo. El agua deshizo lentamente el papel y disolvió la tinta, sus palabras y todas las intenciones. Sólo en su recuerdo, para el olvido, quedó escrito:


“Me voy definitivamente, lo siento. Me despedí del trabajo, te abandono y no volveré nunca. No te preocupes por mí y espero que no encuentres dificultades para seguir adelante. Te dejo dinero, la casa y una vida estable. Soy libre.”





Escrito para "Las dos Castillas" http://lasdoscastillas.net/


Una tarde de agosto



Se sentó a mi lado al final de una tarde de agosto. Suavemente se dejó caer en el banco de piedra de la plaza, bajo los árboles de ramas retorcidas y hojas tupidas que tapizan el cielo de Zamora, cuando se alzan los ojos y todo respira una lánguida paz.
—¿No te importa que me siente aquí, verdad, hija? —me preguntó con una tímida sonrisa.
—Claro que no. Tranquila —le respondí.

Ella era tan delgada y liviana como una pluma que se deposita en el suelo por el capricho del viento. La miré de reojo acomodarse a mi lado, mientras extendía el borde de la falda para taparse pudorosamente las rodillas. Sonrió de nuevo y traté de calcularle la edad. Imposible. Me di cuenta de que atravesaba esa etapa indefinida que otorga la madurez a las mujeres que superan los 60 años, cuando las marcas del tiempo están asentadas sobre la piel. El pelo ralo y dorado estaba cuidadosamente ordenado sobre su pequeña cabeza y el sencillo atuendo completaba una imagen dulce y tranquila. 

—Me gusta sentarme aquí por la sombra de estos árboles, aunque esté sola. ¡Qué se le va a hacer! —me dijo de repente.
—¿No tiene a nadie? —respondí con cortesía.
—No me queda nadie. El marido murió, el hijo está fuera y sólo me hacen compañía alguna vez las vecinas. ¡Qué se le va a hacer!

Conocía bien esa frase de resignación. La había escuchado muchas veces, seguida de un suspiro y de un ligero encogimiento de hombros. Se la había oído a hombres y mujeres que después de haber caminado muchos años por la vida no encontraron otro destino que trabajar para comer y morir con las manos vacías, en una lucha diaria sin victoria ni medallas. Puede que, sin querer, se me escapara una mirada de pena que ella captó inmediatamente.

            —Pero estoy bien, hija. No necesito nada y, a mi edad, eso es lo único que importa. Acumulamos afanes en esta vida que no sirven al final. Queremos mucho, deseamos demasiado, nos desesperamos por nada y nos cansamos de todo. Yo crecí con poco, conseguí menos y casi no me queda nada. Apenas esta manía que tengo de seguir respirando —. Sonrió con picardía y su mirada brilló con viveza juvenil.
            —¿Y su hijo? ¿No viene a verla? —. Pensé que aquella mujer tenía que haber sido querida en su vida. Era imposible que no fuera así.
            —Tiene su propia vida como todos; buscó su libertad fuera de aquí como muchos. Y yo le entiendo. A mí me ató el dinero que nunca tuve; el dinero que nos hacía falta para comer. Me ató a un marido y a una casa en el pueblo que se nos caía a pedazos, mientras nos matábamos a trabajar en el campo. Me ató una familia rastrea y el odio de mi hermana… —Se subió ligeramente la falda y pude ver una gran cicatriz blanquecina por encima de su rodilla. —Todos creemos ser libres, hija, lo intentamos a través del dinero, lo intentamos defendiendo nuestras razones a toda costa. Hasta que nos topamos con los demás, lo queramos o no… Por mucho que luchemos, no todo en la vida podemos elegirlo, nos viene así. ¡Qué le vamos a hacer!

Sonrió de nuevo y esta vez más ampliamente, como si intentara convencerme de que la resignación era lo que le daba aquella luz a su rostro. Y lo consiguió. Yo también la necesitaba aquella tarde de agosto. Dejé la ansiedad y la angustia en su regazo, junto a las manos que descansaban sobre las rodillas, y ella me dejó de regalo su recuerdo, como una medalla de su verdadera victoria sobre la vida.



Escrito para "Las dos Castillas" http://lasdoscastillas.net/


miércoles, 2 de octubre de 2013

Como senderos con jardines...


Como senderos con jardines, orillas rozando el mar,
como cumbres remotas y horizontes sin final,
hay ojos que son destinos y caminos por transitar.







Un día te detuviste frente unos ojos que se abrieron para ti.
Intentaste desentrañar su color de tierra húmeda,
el movimiento de sus irisadas hojas al mirar,
el gris sus tormentas, el perfil dorado del sol al asomar.
Quisiste averiguar dónde estaba la chispa que encendía la luz,
la clave del resplandor que te bañaba con agua salada,
de lágrimas como lluvia tras la ventana, besando el cristal.
Necesitabas saber qué paisajes escondía, tan oscuros al fondo,
con su punzante negro, estigma de todos los tiempos.
Deseabas ver en su misma dirección. La esquina donde se detenían,
el punto de inflexión, su rincón más acogedor.
Eran sus ansiados ojos un reto de selvático desierto,
oasis de océano, jungla de inquietud y remanso de amor.

Al final, no fue fácil el viaje desde sus ojos hasta su mirada,
desde el transparente paisaje hasta su profunda raíz,
del enigma a la resolución, de lo fascinante al interior.
No fue sencillo olvidar que no hay ninguna clave,
ninguna llave ni brújula que seguir,
ninguna señal más que oír con amor y sentir su voz.
Porque las miradas hablan, gritan y ríen a cielo abierto.
cuentan, conversan, susurran a pleno pulmón.
entonan sentimientos ciertos para quien los escucha.
Porque son la gran verdad que nadie oculta.


Gracias a @MorgannaF