martes, 31 de julio de 2012

El sol sabe...


El sol sabe cuando llega su momento. Asoma, se eleva y permanece en lo alto, oro ardiente, para dejar al invierno en un lejano olvido. Se pasea poderoso entre campos de tristezas para convertirlas en cenizas que aún resecan la garganta y ennegrecen los labios, penas de sabor amargo que desembocaron en ríos de lágrimas, con su cauces secos ya, agotados ya de fundirse con la lluvia.
El sol sabe que debe dar color a ese océano negro donde se ahogaron las esperanzas y llegar a lo más profundo del abandono, la separación, la soledad y la muerte. Donde todo termina, su crisol de luces doradas juega en lagos de preguntas: ¿por qué? ¿por quién? ¿para qué?… Y los rayos alcanzan aquella colina de fracasos, ascienden hasta la cumbre definitiva de la renuncia y bajan hasta mecer con brisa cálida árboles de hojas en blanco, borradas y vivas sólo en el recuerdo. Su intenso calor deshace la helada escarcha que abrazaba las palabras de cariño que ya nadie quiso oír. ¿Por qué necesitábamos decirlas? ¿Por qué necesitábamos tanto las respuestas?
El sol sabe que tiene que ser faro en la carrera asfaltada de indiferencia y prisa. Alumbrar cloacas de violencia, basura de altivos egoístas, entre esquinas de odio y rincones de oculto poder. Posar una luz en calles por donde desfila confuso el dolor, donde aguardan en las aceras los incomprendidos y abandonados su chispa de calor y fuerza.
El sol es regalo, milagro y certeza en un horizonte de incertidumbre. Y sabe que sólo puede transmitir su luz quien antes ha conocido la oscuridad.

viernes, 27 de julio de 2012

"Tú también"


                                                                                        Relato escrito junto a Ricardo @Avisnigra67

El sonido de la campanilla del juez repicó de nuevo por tercer día consecutivo. Hasta ahora, las sesiones habían sido profundamente aburridas, salpicadas de verborrea procesal. Nada más que cuestiones previas formuladas por el fiscal y la defensa sin entrar a fondo en los hechos. Desde los bancos del público, esperaba con ansia su momento. Guiñó coqueta al policía de la sala que le ayudaría sin saberlo y vio cómo los agentes sentaban a la asesina en el banquillo junto al resto de los que mataron a su padre. Tendría que ser rápida, pero había calculado cuidadosamente todos sus movimientos.
Había comprobado que el agente se quedaba embobado cuando ella aparecía en la sala, con la mirada fija en sus contundentes caderas. Sabía que se sentaría de espaldas al público en el banquillo de los acusados, con los rizos desplegados ocultando la nuca donde le dispararía un solo tiro. Aprovecharía el ensimismamiento del policía que estaba a su lado para cogerle la pistola. Sólo tendría ese instante, esa oportunidad, y graves consecuencias. Lo sabía. Pero estaba harta de mentiras y concesiones, cansada de verdades disfrazadas de palabrería humanitaria, enfurecida por los paños calientes para los asesinos y el consuelo condescendiente para las víctimas.
Quería venganza a toda costa porque la vida, la que valía la pena vivir, ya se le fue junto a su padre aquella fatídica tarde en la que él y sus compañeros de armas quedaron sobre el negro asfalto. Desde aquel día en su mente sólo había humo espeso, cristales rotos, metralla y toda aquella sangre vertida… 
Todo ocurrió con sorprendente facilidad. Lo que acaba de hacer lo había imaginado mil veces, continua, intensamente, atendiendo a todos los detalles, todas las variantes, plena y conscientemente. Su mano sujetaba al fin la Heckler&Koch de nueve milímetros del policía nacional que pocos segundos antes había estado a su lado y que ahora volvía a ponerse en pie tras el inesperado empujón recibido. El rostro del policía desencajado por el pánico y sorpresa se unió al todos los presentes en la sala. Había conseguido ganar algo de espacio a su alrededor y disponía de una línea de tiro clara. Con su brazo armado y en total extensión, alineó la punta del cañón con la nuca de la asesina de ojos verdes. Era cosa hecha.
La visión periférica de su ojo izquierdo le decía que el agente desarmado se le venía encima en pos de su arma. Esa variante estaba contemplada; “¡Quietos! si alguien se me acerca la mato!” Su imperioso grito surtió el efecto deseado. Sólo necesitaba crear ese natural instante de duda para asegurar el tiro. Porque jamás contempló otra posibilidad.  
Entonces, justo antes de oprimir el gatillo se encontró con el rostro de ella. Contaba con alguna reacción de su presa, también eso lo había previsto; sin embargo esta variante ya no estaba contemplada: unos hermosos ojos verdes la miraban fríamente, resbalando desde la mira del cañón hasta la corredera de la pistola, penetrando a través de sus pupilas hasta sus mismas entrañas: no había atisbo de miedo o estupefacción en ese rostro de cabellos rizados, tan absurdamente bello como inexpresivo.
Tampoco había previsto que pudiera hablarle, con voz clara y serena: Cómo lo estás deseando, ¿verdad?… tú también eres capaz de odiar tanto, ¿lo ves? en nada eres mejor que yo. ¡Hazlo, dispara!”

jueves, 12 de julio de 2012

Hasta que la muerte os separe...


Se respiraba un aire limpio aquella tarde. Inspiró profundamente para absorber la nueva paz y el reposo que su mujer se había ganado tras años de lucha contra la enfermedad. La amaba más que nunca, y por eso mismo, sabía que tenía derecho a descansar sobre un cielo sin tormentas. Abandonó el cementerio apoyado en el hombro de su hijo, más alto que él, más fuerte y sereno, y se preparó para la última rendición. 
Abrió despacio la puerta del cuarto donde su madre dejaba pasar las horas frente a la ventana. La diminuta y encogida figura de cabellos blancos era tan solo un arruinado esbozo de la que años atrás fue una robusta mujer, morena y hermosa, de ojos ardientes y afilados. La madre que siempre le guió con mano férrea y órdenes contundentes, sorteando con brío la miseria de la posguerra, a base de un cariño posesivo y sin concesiones. 
Recordaba la expresión hermética de su rostro cuando le dijo que se había enamorado de una chica. Ana, de mirada viva y sonrisa abierta. Ana, extrovertida y valiente. Ana, gravemente enferma desde la infancia, convivía con el dolor con naturalidad. Cada nuevo aliento era un regalo que celebraba con risa cantarina.
Recordaba que su madre trató de hacerle desistir con interminables argumentos: “Para mi hijo quiero lo mejor y ella no es mujer para ti. Irás de hospital en hospital, serás más enfermero que marido, no podrás tener relaciones, no podrá darte hijos…” Cuando comprobó que aquella pareja estaba por encima de cualquier prohibición, lanzó su sentencia: “Morirá antes que yo. Y yo estaré aquí para verlo.”
Recordaba cuando ambas mujeres se vieron frente a frente, y se desató la tormenta, cuando comenzó la batalla que había durado más de 35 años. En aquella “guerra de guerrillas” familiar se disparaban indirectas evidentes, críticas sutiles o descaradas, y comentarios malintencionados, en medio de una tensión palpable y angustiosa. Como rayos entre una nube negra a punto de descargar sobre cualquier habitación en la que se juntaran. Y todos terminaban empapados y heridos.
Ahora su madre, vencida por la edad, le contemplaba con gesto desvalido y mirada ausente. Y en su boca, las interrogaciones del que ya no sabe dónde está su presente.
- Mamá, Ana ha muerto. La enterramos esta tarde.
- ¿Y quién es Ana?
- Mi mujer, la madre de tu nieto Ángel ¿no la recuerdas, mamá? 
- ¿Y tú quién eres?
Suavemente depositó un beso en la frente de la anciana. Alzó la mano para despedirse de la enfermera que preparaba la medicación y salió a la calle. Un nuevo soplo de aire fresco le devolvió la paz. “Eso es, madre. Así debe ser. Olvidemos batallas de perdedores para recordar sólo un amor invencible.”