lunes, 22 de octubre de 2012

Un minuto al vuelo


La noche olía a fiesta, primavera, y algodón de azúcar. Cuando llegaron, la feria estaba en pleno apogeo de bullicio ensordecedor. Con solo alzar la cabeza, en una respiración, se llenaban los pulmones de aroma a dulce y fritura, entre deslumbrantes luces multicolores, asaltaban los sentidos el vocerío de las tómbolas y el rugido de la música. Una marabunta imparable de todas las edades se apretujaba en torno a las casetas y atracciones. De su mano caminaba el niño pequeño, mientras el hermano mayor gritaba algo que nadie entendía -ni atendía- sobre coches de choque, dardos, perdigones y perritos calientes con varias capas de ketchup. El padre caminaba con la indolencia del que ve la feria sin que nada le vaya en ella. 
Y ella buscaba algún gramo de oxígeno, algo de sabor a libertad…
Levantó la cabeza de nuevo y frente a sus ojos se elevó la versión moderna y remozada de la antigua barca que se balanceaba, libre y sin ataduras, en sus ferias de niña, mientras sonaba “Las chicas son guerreras”. El ahora llamado “Barco Pirata” tenía barrotes de sujeción en los asientos centrales, sendas jaulas en los extremos y la tentación irresistible de ofrecer un minuto de vuelo por encima del mundo. 
Sin pensarlo más, soltó un rápido: “me voy a subir allí”. Los tres la miraron hasta lograr entender lo que decía entre el alboroto que aumentaba sin parar. “Noooo, cómo te vas a subir a eso”, el grito del mayor la paró por un momento. “Mamá, es que no has visto en la tele que esos aparatos se rompen. Te puedes matar, no te subas, noooo!!” A los 13 años comenzaba a vislumbrar el riesgo, el miedo al futuro, las primeras señales que lo convertían en un esbozo de adulto. “Tranquilo, cariño, no me pasará nada. Estas atracciones se revisan bien. Son seguras.”
No quiso escuchar más. Avanzó decidida sin girarse a mirar las lágrimas que ya comenzaban a caer por las mejillas de su hijo. Agarró fuerte los barrotes de la jaula antes de que comenzara el vaivén y se dispuso a disfrutar de otro tipo de prisión. Lentamente al principio, el balanceo le desordenó el cabello y le trajo un aire limpio. El movimiento pendular se hizo más rápido y con él la adrenalina y los gritos de furor y placer de sus compañeros de jaula. No quería mirar, pero sus ojos la llevaban abajo, hacia tres figuras, una de ellas todavía clamando para que bajara. Levantó la vista hacia la noche y se agarró aún más fuerte a los barrotes oxidados, de gastada pintura amarilla. Cada vez más alto, más rápido. El viento fuerte en la cara y diez metros por encima de ellos. Ya estaban lejos, muy abajo, el estómago se encogía y los pies se levantaban solos. El impulso la obligaba a doblar las rodillas para no caer. Un nuevo balanceo, vértigo, otro vaivén de velocidad, placer.
“¿Y si tiene razón? No puedo hacerle llorar… ¿Y si uno de los amarres se suelta, si uno de los barrotes cede?… No pienses, sólo siente. Esto es una delicia. No tienes muchos instantes así…Este chisme parece viejo. Y si me mato, qué será de ellos?… Quiero seguir volando. Tengo derecho a un minuto, libre, para mí”
El barco paró y su lucha interior se detuvo. Descendió de la atracción todavía inestable, notando rastros de la intensidad vivida, y sonrió con nuevas fuerzas al verlos. Aún rodaban lágrimas, ahora de alivio, por su cara. El pequeño, contagiado por el mayor, lloraba también entre pucheros. Pero no hay susto que a un niño no se le borre con una bolsa repleta de palomitas. Y no hay barrotes más acogedores que unos pequeños brazos alrededor del cuello, mientras una voz dice: “mami, bonita”.


Relato escrito para @diariofenix

jueves, 11 de octubre de 2012

La vida al pasar...


La vida la condenó a verla pasar. Sin piedad, sin tregua, desfiló delante de ella, la obligó a mirarla hacia atrás y avanzó a su lado, rápida o lenta, a su ritmo dulce o cruel.
Ella se acostumbró a verla pasar desde el borde del camino, a su paso, sentada en un banco solitario de un parque abandonado, entre hojas secas, a punto de la despedida. Miraba la vida cambiar y deformarse, torcer y retorcerse, las tormentas y los cielos abiertos, el sufrimiento en otros ojos y las lágrimas en los propios. Era cómodo ser espectadora de la lluvia al caer, calaba y helaba los huesos el dolor, pero la vida avanzaba seguro, contigo o sin ti. 
Se acostumbró a todas las llegadas y a todas despedidas. Las que arrastraba el amor, el capricho, la fuerza del olvido o los vientos del egoismo. Nada podía hacer y nada hacía. Sentada, miraba y sabía que otras vidas llegarán y todas pasarán.
Esperaba que algo permaneciera junto a ella. Se aferraba a la esperanza. Algo que no se llamara soledad, algo que no fuera fugaz, efímero o veleta. Algo que le recordara el sonido ya lejano de palabras de amor, cuando era una joven bonita de piel tersa. Algo que le dejara gritar amor sin sentir la vergüenza de oir sólo su propio eco. La brisa le devolvía a veces una voz cariñosa tan breve como una ráfaga de recuerdo, el recuerdo de unos brazos cálidos y tímidos que ahora sólo ella abrazaba.
La vida se fue y no volvió. Sentada al borde, la vio marchar un día de otoño, definitivamente, sin decir adiós, entre rayos de un sol cansado y triste. Y con ella se llevó el instante de un abrazo de felicidad y todas sus vidas al pasar… 



Foto Adamec

lunes, 1 de octubre de 2012

¿Quién amansa a una fiera?


Entró en el piso con determinación y avanzó por el pasillo, enfurecida. El maldito espejo de la entrada estaba siempre para darle el recibimiento que más odiaba, aquel que le devolvía la imagen de una mujer desconocida. Un rostro de muñeca de rizos negros que enmarcaban un óvalo perfecto de piel de porcelana en el que brillaban dos ojos de un verde turbio, como hojas de primavera aplastadas por la tormenta. Despreciaba esa imagen que usaba a su antojo como instrumento de poder, con la misma fuerza que despreciaba a los que la adoraban.“¡Estúpidos todos!”, exclamó, al tiempo que contenía el impulso de alzar la pistola, apretar el gatillo y romper su reflejo en mil pedazos. Furia por sentir que ella era su principal enemigo. Furia por su constante huida sin meta. Furia porque su refugio y su callejón sin salida era aquel grupo de asesinos que le daban una excusa para matar. Para destruir, y destruirse…
Se estiró uno de aquellos rizos rebeldes para taparse la frente, esbozó una mueca de aplomo, y entró en el salón, donde todo estaba preparado para el próximo golpe. La peste a sudor, hierro y tabaco era familiar; las latas de cerveza desperdigadas por el cuarto, también; al igual que la hilera de pies sobre la mesa frente al descolorido televisor, los restos de colillas, las patatas fritas y los jirones de periódicos sobre el sofá teñido de grasa. Todo era como ayer, salvo aquella presencia en el rincón, junto a las armas y algunos paquetes de cocaína, restos de la última operación. Aquella presencia respiraba entrecortadamente, era pequeña y menuda, y estaba asustada… muy asustada. Permanecía sentada, encogida, con los brazos rodeando sus piernas, la cabeza agachada sobre los hombros, y ocultando su rostro, una cascada de rizos negros.
- ¿Qué demonios hace esta niña aquí?.-  Lanzó la pregunta al aire como un grito que silenció la conversación que seguía ajena a ella. Inmediatamente, se giró y a su espalda vio a su hermano mayor, indolente y apoyado en el quicio de la puerta, mirándola con burla.
- Es mi hija pequeña, ¿qué pasa?… La imbécil de la madre se metió más de lo que debía y ahora me toca quedarme con ella.- Respondió con chulería. Siempre así, con chulería y crueldad. Como su padre…
De pronto, el sonido del teléfono y la discusión que provocó la llamada del jefe desvió la atención de los hombres que se enzarzaron en gritos e insultos. La confusión le sirvió para acercarse a la niña y levantarle la cabeza. La miró, pausada, detenidamente, cada vez más desconcertada, cada vez más furiosa. Era ella y su rostro. Su espejo de antes. Sus ojos verdes, su piel de porcelana, sus rasgos suaves. Era ella de niña, y no era ella, ahora. En su pequeña sobrina no estaba su mirada turbia, su odio oscuro, ni su cicatriz en la frente. Todavía…
- ¿Dónde está la niña? ¡Estaba en el rincón hace un rato! Se la ha llevado la loca de mi hermana!.- Los cinco hombres miraron a su alrededor, cabreados por la interrupción. Aún quedaban cabos por atar: la recogida de la mercancía, el dinero a repartir…¿Qué más daba dónde estuviera la mocosa?
- ¡Hay que buscarla!. Mi hermana está de manicomio, le puede hacer algo, y paso de tener movidas con el juez que me la ha colocado.
A regañadientes y entre juramentos, abandonaron el salón en tropel. “Del piso no han salido, tienen que estar en su habitación”.- dijo uno. “Joder, la puerta está cerrada y no se oye nada. A ver si se la ha cargado ya”.- terció otro. “Callaos, coño, algo se escucha, como una canción. ¿Estará amansando a la fiera con música?”.- soltó el más viejo del grupo con una carcajada incrédula.
De una patada abrieron la puerta y, sin palabras, contemplaron boquiabiertos la escena que continuó sin que ninguna de sus protagonistas se inmutase.
Bajo un resquicio de luz, entre la ventana entornada, sobre un viejo colchón, ella protegía a la niña con sus brazos. La pequeña le devolvía el reflejo de su sonrisa, mientras con el dedo le recorría la cicatriz de la frente. Suave, dulcemente, se detenía en su tres afilados vértices: arriba el abuso, al lado el dolor, abajo la humillación. Y suave, dulcemente, la pequeña le susurraba lo que parecía una tonada infantil…

“¿Quién amansa a una fiera?
-La música compañera.

¿Quién calma las dudas?
-La única ternura.

¿Quién quita la soledad?
-Un abrazo de paz.

¿Quién cura el dolor?
-El verdadero amor.”

Y así, de nuevo, una vez más, suave y dulcemente, hasta sanar y sanarse… Hasta salvar y salvarse.
“¿Quién…?"

Relato escrito para @diariofenix