lunes, 16 de diciembre de 2013

"La mano es la que recuerda...."



Mirar no era suficiente, oír no bastaba. 
Tenía que sentir el latido de la vida 
a través de su muralla,
acariciar lo que ocultaba, 
rozar, tocar y apretar lo que guardaba 
tras su piel rugosa y tentadora.

Dejó sus huellas en habitaciones mugrientas
de muebles desgastados, en esquinas húmedas
de callejones olvidados. Dejó rastros negros
de carbón amargo en sábanas amarillas 
de amores usados. Dejó jirones de su piel
moldeando palabras afiladas y suavizó sus bordes
con saliva seca de labios cansados.

Tocar era el dolor de vivir y el placer de sentir.

Se dijo: hay que seguir.

Un día, a través de la lluvia de hojas muertas 
bajo un chaparrón de viento espeso, 
extendió los dedos y alargó su corazón,
hacia una piel que prometía calor. 

La sintió en la palma de su mano,
como firme y suave algodón,
recorrió la curva que cubría, 
se deslizó por el rostro que ofrecía 
color de consuelo y textura de amor.

Aquí me quedo, pensó. 
Tal vez nunca llegue más allá,
quizá nunca la pueda traspasar,
no sé si será profunda ni perdurará,
pero mi mano eligió la huella
que jamás se va a borrar.


"La mano es la que recuerda
Viaja a través de los años,
desemboca en el presente
siempre recordando..."

José Hierro


lunes, 2 de diciembre de 2013

Literatura en tiempos modernos

La profesora de literatura abre la puerta de la clase y se enfrenta con el dantesco panorama de primera hora de la mañana en el instituto. Debería estar acostumbrada, pero todavía es incapaz de encarar el campo de batalla sin un suspiro de resignación y un par de cafés en el cuerpo. Abrigos y gorros están esparcidos por el suelo o por sillas y mesas, tapando cuadernos y libros, mientras los alumnos, de pie o sentados, hacen corrillos charlando a voz en grito y comentando novedades entre risas y aspavientos.

—Ejem… Bueno, a ver... Sentaos todos y guardad silencio que vamos a empezar la clase…

Se oye un intenso bufido que recorre la clase como un tsunami, acompañado de un ruido ensordecedor cuando los alumnos se acomodan en las sillas, dispuestos a soportar la lección. “Joder, ya empieza el tostón”, suelta uno. Su compañero asiente con la cabeza que deja apoyada, indolente, sobre el brazo, casi recostado sobre la mesa, y con sus largas piernas estiradas al máximo hacia el pasillo. “Y que lo digas… Al menos, pongámonos cómodos para la siesta...”

—Recordaréis que el otro día hablamos del Cantar del mío Cid y de los cantares de gesta, los poemas épicos medievales que ensalzaban las hazañas de grandes héroes. Confío en que os quedara claro…

“¿A ti te quedó claro?”, pregunta a su compañero el de la pretendida siesta. “¡Pues claro! Viene a ser como lo que escribe el Marca sobre Cristiano”, responde el otro. “Venga ya tío, ese no es un héroe que salve a nadie…” “¿Cómo qué no? A mi padre lo salva de morirse de asco durante toda la semana”, zanja con una carcajada.

—Silencio, por favor… Hoy vamos a hablar de “El libro del buen amor”, de Juan Ruiz, arcipreste de Hita. Un extenso poema con fábulas, cuentos, reflexiones, composiciones líricas, sátiras, parodias… Con dos temas esenciales y universales: el amor y la muerte. Puede que todavía no os deis cuenta, pero todo en la vida gira en torno a ellos, y como reflejo de la propia vida, la literatura desde hace siglos intenta explicarlos, entenderlos y embellecerlos. Escuchad:

como dice Aristóteles, cosa es verdadera,
el mundo por dos cosas trabaja: la primera
por haber mantenencia; la otra cosa era
por haber juntamiento con hembra placentera

Atónito, el de la siesta intenta comprender sin conseguirlo; los ojos como platos y la cabeza rendida literalmente sobre la mesa. “¿Eh? ¿Qué dice ese tío? ¿Tú lo entiendes?, pregunta de nuevo a su compañero. “Supongo que lo de la mantenen cia será tener mucha pasta;  no se trabaja para otra cosa, lógico. Y lo otro está clarísimo: que lo mejor es tirarse a una tía buena. Dicho en raro, pero tiene toda la razón. Un campeón el arcipreste…”.

A su espalda, un muchacho delgado y nervioso con un revelador bigotillo sobre el labio escribe velozmente un mensaje:
“¿Quedamos esta noche?”

En la otra punta de la clase se oye el pitido de aviso del whatsapp. Una chica de grandes ojos y larga melena negra teclea:

“No creo que pueda. Mi padre no me deja. Y, además, no sé si quiero quedar. Te vi ayer hablando con Laura, muy juntitos los dos…”
“No era nada, tonta XD. Sabes que yo sólo estoy por ti, como loco. Y me muero si no te veo esta noche. ¡¡Lo juro!!.”
“Siempre dices lo mismo, pero no lo demuestras… Bueno. Hablaré con mi prima a ver si me cubre otra vez para poder escaparme”

Mientras tanto, la profesora renueva su esfuerzo y alza un poco la voz para continuar sin desfallecer.

—La ambición, la codicia y el amor están presentes en otra obra cumbre de la literatura: La Celestina. Y hasta nuestros días ha llegado  la figura de la alcahueta que media para que culmine la pasión de los amantes…

“Mentira. Otro muermo rancio y cursi. ¿Pero qué tendrá que ver todo esto con nosotros en este siglo? Lo pasado, pasado está… Y a este paso, yo no termino de echarme la siesta…” 
Suena el timbre del final de la clase y una joven rubia de incipientes encantos y voz melosa le toca el brazo suavemente. “Despierta, bello durmiente, que ya se acabó”, dice ella. “¿Ya? menos mal… no entiendo y no me gusta nada de este rollo. No sirve para nada… buff”, resopla él. “¿Seguro? ¿Nada que ver? Y si yo te digo…

Boquita de collar,
dulce como la miel,
ven, bésame.
Amigo mío, ven a mí
a unirte conmigo amando…”

“¡Joder! ¿Qué es eso?”, casi grita. “Una jarcha mozárabe que recitó el otro día la profe. Es preciosa con esas palabras… Y el sentimiento parece más grande, más poderoso y más bonito aún dicho así… ¿Sirve o no?”, pregunta ella con un guiño. La revolución de sus hormonas, junto al estremecimiento en el estómago y el escalofrío en la espalda, le estaban dando la respuesta. Pero jamás se lo diría a ella, por supuesto,  nunca lo reconocería. Faltaría más…

Esa misma tarde echaría un vistazo a su inmaculado y olvidado libro de literatura.




lunes, 4 de noviembre de 2013

Venecia sin ti...

Qué profunda emoción…contemplar el ayer con ojos de hoy
 y dejarse mecer por el recuerdo que viene y va, 
que flota y nos acuna, oscila y se balancea,
aquel recuerdo hecho nostalgia que tiembla inmenso y eterno,
entre las aguas de la memoria.

Qué callada quietud… grita tu ausencia,
mientras ecos de otros suenan a través de cielos abiertos,
entre ríos de distancia, frente a muros abandonados,
y siempre se escucha clara la voz que dejaste
en aquella estancia donde todo es multitud.

Qué tristeza sin fin… cuando en la tormenta duele el alma,
y se siente vacía la calma y se oye tu oculto silencio,
mientras el amor escampa, entre sollozos de mandolina,
por canales profundos, frente a paisajes dormidos.

Qué tristeza hay… en mi soledad si no está tu recuerdo,  
si no siento tu voz, si no vivo tu presencia. Si me faltas tú… 
no lo quiero pensar, la misma canción volvería a sonar, 
la melodía de todas las ausencias, sin el encanto que hacía soñar.
Tengo tu amor en mí y es suficiente para amar.

Sólo queda un adiós… dedicado a la tristeza que se tambalea,
que flota en el aire, que oscila y se balancea hoy y ayer
que mece y acuna el atardecer,
con murmullos de mandolina para recibir a la luna
y a su eterno fulgor…

Porque nada murió, Venecia está en ti,
el amor se guarda vivo
como el corazón que lo cobija,
a la espera de una canción,
que lo acaricie al pasar…





Aquí y ahora.



Nunca es fácil volver a empezar, en otro país, en otra ciudad. En algún lugar hay que colocar el punto de partida contra la soledad y ella eligió aquel café de aroma antiguo que abría sus puertas a media tarde, con mesas redondas de madera pulida y cálida luz matizada. Todos los días entraba en el local, decidida y resuelta, y se dirigía directamente al extremo de la barra. Cruzaba las piernas y aspiraba los olores atrapados en la suave madera limada por el tiempo. Después, brevemente, acariciaba la superficie con el mismo gesto que otros hicieron antes, repasando las huellas de otras manos que dejaron en ella anhelos y renuncias. Era la única concesión al pasado que se permitía, porque había decidido respirar el futuro con la intensidad del que lo prueba por primera vez.

El café negro iba desprendiendo su suave vapor, aroma de gloria, mientras ella miraba, una por una, todas las caras de todos los hombres. Seleccionaba, descartaba, admiraba, sopesaba rostros, perfiles, gestos, reacciones y sensaciones. Escudriñaba las palabras que intuía en los labios que se abrían para otras, el vuelo de las manos en las conversaciones, la solidez de los dedos que sostenían una taza, los brazos que extendían para encontrar un abrazo imaginario.  Viajaba en las miradas que se detenían alrededor e inventaba historias de besos para aquellas bocas que charlaban en torno a ella, frente a otro café y a otros rostros de mujer que nunca eran el de ella…

—¿Otro café?
—Sí, gracias.

Asintió sin mirarlo apenas, de mismo modo que la primera vez que entró en su bar. No sabía su nombre, pero conocía su cuerpo sólido y acogedor tras la barra, la sinuosa curva de su barbilla descendiendo hacia el cuello y el brillo juguetón y tímido de la sonrisa en sus ojos. Sintió un calor familiar que se obligó a ignorar antes de girarse. Era demasiado parecido a algo que latía dentro de ella, algo que podría llamarse ternura. Pero nada reconocido iba a elegir su futuro; tenía que ser nuevo por entero.

Él le acercó lentamente la taza. La colocó suavemente junto a la mano con la que ella se aferraba a la barra mientras miraba a su alrededor sin parar. Cada tarde igual. Le dolía ver sus grandes ojos decepcionados cuando veía a otro marchar. Todos estaban y se iban, rostros desconocidos y sentimientos vacíos, uno tras otro,  mientras él seguía allí…

Gracias por el café. Volveré mañana. —dijo ella.
Aquí estaré. —respondió él.

La vio marchar, resuelta, decidida, hermosa. Y su corazón la despidió como siempre. “Todavía no me miras, amor. Buscas y no me ves. Aún no me reconoces como parte de ti… No se quiere lo nuevo, sino lo que ya llevamos dentro de nosotros, sin saberlo… De entre todos, me amarás a mí, lo sé. Podría ser otro, podrían ser muchos, pero seré yo, porque estoy aquí y ahora. Como estuve siempre.”




Escrito para "Las Dos Castillas"  http://lasdoscastillas.net/


jueves, 31 de octubre de 2013

Con las piedras, con el viento...


A veces uno se pasa la vida encontrando tesoros sin reconocerlos. Hace años yo tuve la suerte de hallar a un poeta que podía convertir en belleza lo que sentía, describir momentos inolvidables que marcan para siempre y definir lo que quiero -y a los que tanto quiero- de una manera más hermosa. Sólo un gran maestro sabe dominar las letras y conducirlas por su verdadero sentido. Yo no he sabido en muchas ocasiones transmitir lo que deseaba y me perdí en la incomprensión y la impotencia, sin ganas de seguir adelante para no cansar más, para que no te abandonen de nuevo. Entre las palabras se queda encerrado el silencio y todos los sentimientos que iban con ellas se pierden en el vacío...

Así que hoy, por mí y por todos los que se sientan identificados, habla don José:


"Con las piedras, con el viento
hablo de mi reino.

Mi reino vivirá mientras
estén verdes mis recuerdos.
Cómo se pueden venir
nuestras murallas al suelo.
Cómo se puede no hablar
de todo aquello.
El viento no escucha. No
escuchan las piedras, pero
hay que hablar, comunicar,
con las piedras, con el viento.

Hay que no sentirse solo.
Compañía presta el eco.
El atormentado grita
su amargura en el desierto.
Hay que desendemoniarse,
liberarse de su peso.
Quien no responde, parece
que nos entiende,
con las piedras, con el viento.

Se exprime así el alma. Así
se libra de su veneno.
Descansa, comunicando
con las piedras, con el viento."


José Hierro, 1950.






lunes, 21 de octubre de 2013




Cuando un hombre se detiene en la oscuridad,
siempre hay una luz que aguarda con él. 

Es la oscuridad quien le abraza,
perfila los rasgos que meditan sobre su verdad:
la frente inclinada, la mirada hundida, la boca callada, 
hablan de un silencio que desea una realidad. 

Es la luz quien le besa el rostro,
lee en su piel lo que todavía no está escrito,
lo que apunta la oscuridad en su rostro atormentado
indicios y huellas de una historia detenida aún por contar. 

Cuando un hombre se queda en la oscuridad,
crea un poder que todavía desconoce,
y duda y calla mientras teme no poder alcanzarlo.

No sabe todavía el hombre la luz que emana,
la ternura que refleja, no sabe quien llegará, 
quien le ayudará ni quien le amará. 

No sabe que al temer ama y al dudar crece
y al pensar puede y al final gana. 





Hay días que dejan restos de vida amontonados en la acera, restos abandonados y resecos, despreciados e inútiles, restos unidos a los olvidados de ayer y a los dejados mañana.

Un viento inesperado los alejará del camino y cuando estén flotando, alejándose, dispersos y a la deriva, los verás marchar y gritarás que vuelvan. Son tuyos.

Verás tus restos en la bruma de la lejanía, zarandeados, los verás romperse y querrás que regresen, volver a mirarlos por última vez. Te verás fracturado y triste, vacío y hueco sin los restos que te recomponen. Para ser entero, los necesitas a tu lado en el camino, protegidos del viento, para ser todo tú. 


(Foto Unslugged)


domingo, 20 de octubre de 2013

Veneno dentro


—¿Estás seguro de lo que vamos a hacer?
—Que sí, tío. Venga, no te acobardes ahora.
—Es que igual metemos la pata. Y nos pillan. Y nos despiden. Y ese cabrón nos termina de arruinar la vida del todo.
—Eso no va a pasar. Le vamos a dar una lección, un susto nada más. Pero no se le olvidará jamás.
—¿Sólo un susto? ¿Seguro? Entonces, ¿para qué has metido un cuchillo en la mochila?
—Calla ya. ¿Qué te pasa? No me digas que no sería un gustazo rebanarle el pescuezo… ¿Vienes conmigo o te piras? Yo voy a seguir el plan…

El plan era sencillo y la oportunidad se les había presentado de forma inesperada. Un congreso del sector al que les habían invitado a última hora, junto a su jefe, como representantes de la empresa. Se encontraban a más de doscientos kilómetros de sus casas, pasando la noche en un hotel, después de la primera jornada celebrada ese día. Era la situación ideal y el momento perfecto para resarcirse de todo… A medianoche, el silencio era denso e inquietante en el pasillo del hotel. Sus voces, cuchicheando, sonaban cada vez más elevadas…

Vale, voy contigo. Pero escucha: ¿Y si el jefe no es tan cabrón en el fondo? Puede que done dinero, alimentos o haga obras de caridad en secreto. No sé… ¿Y si no lo entendemos? ¿Y si tiene alguna razón para ser así? Igual está amargado por una madre inválida, un hijo drogadicto o algo así…
—¿Ahora me vienes con esas? ¡Pues claro que no! Es un capullo integral. Un cabrón porque sí. No tiene hijos;  está soltero y forrado de pasta. Sus padres viven todavía y confortablemente, además. Se tira a todas las tías buenas que son tan inocentes como para pensar que las adorará eternamente y las cubrirá de oro. Cosa que cumple, claro, durante una semana o dos. No le duran más… Eso sí, a nosotros nos jode todos los días. A nosotros dos y a todos los que trabajan en la empresa.
—Ya, eso ya lo sé. Te has informado bien…
—No se me escapa nada, tío. Me conozco al dedillo su vida y milagros de feliz triunfador;  lo que hace cada día, los restaurantes y todos los sitios de lujo a los que va sin remordimientos, después de habernos exprimido y aplastado. Nos está matando. Es tóxico, como decía aquel libro que leímos. ¿Te acuerdas?  Coincide con todas las categorías: sociópata, egocéntrico y victimista, arrogante y presuntuoso, neurótico, envidioso, vengativo… ¿Sigo?
—No, no hace falta. Sólo que lo de tóxico suena fatal. Es que entonces tóxicos somos todos. Venenosos, podridos, ponzoñosos, dañinos… Todos podemos ser así en un momento dado…
—¿Tanto? ¿Tantas veces? ¿Siempre?
—Vale. Vamos…

La puerta de la habitación cedió más rápido de lo que pensaban. Dentro se respiraba un ambiente espeso y dulzón de perfume caro y sudor. La tupida cortina granate dejaba escapar una fina línea de luz que atravesaba la cama donde su jefe dormía profundamente. En completo silencio. No se escuchaba ni siguiera un suave ronquido cuando se situaron uno a cada lado de la cama. Respiraron y se miraron a través de la oscuridad para darse ánimos. Una mano se deslizó hacia la mochila y alcanzó el tirador de la cremallera. El sonido que hizo quedó silenciado al instante por otro más débil pero angustioso.

De la cama comenzó a surgir un gemido tenue al principio, intenso y agudo después. El gemido se convirtió en aullido y luego en sollozo. Lloraba entrecortadamente; subía y bajaba el tono, ascendente y descendente, con una insólita cadencia. En su rostro dormido se iban reflejando el dolor, la ansiedad, el desamparo… Sus rasgos exhibían los gestos que dejaba escapar su garganta, como una película, fotograma por fotograma. No abrió los ojos. Sus párpados parecían sellados y sólo parecían barnizados por una leve humedad brillante, de lágrimas olvidadas. De repente, quedó en silencio y los dos se miraron, dispuestos ya a escapar. La angustia dormida de su jefe les había contagiado hasta tal punto que no se sentían capaces ni de respirar. Antes de alcanzar la puerta, estremecidos, oyeron unos roncos estertores, idénticos a los anunciadores de la muerte. Llegaron a la salida, en medio de un inusitado silencio. Una breve tregua, porque al poco se reanudaron los gemidos, aullidos, sollozos. Y vuelta a empezar…

Joder, tío. Tenías razón. Es tóxico, pero con él mismo. Se está matando solo. ¡Lleva el veneno dentro!


El cuchillo apareció al día siguiente abandonado en el pasillo. El jefe lo vio sorprendido,  cuando se puso en marcha, atildado y elegante, para la segunda jornada del congreso. ¿Qué habría pasado esa noche para que alguien lo dejara tirado allí?, pensó. “Bueno, para mí ha sido una buena noche. He dormido mejor que hace mucho tiempo. Todo controlado, campeón, nada podrá contigo…”  


Escrito para "Las Dos Castillas" http://lasdoscastillas.net/

domingo, 6 de octubre de 2013

Era otoño, era viernes, era libre.

Era otoño. Se lo decía la voz aflautada y cantarina de la locutora de la radio, mientras conducía cada vez más rápido. En unas horas, la luna se cubriría de nubes que dejarían caer las primeras lluvias; el frío le rozaría los huesos y el sol se iría debilitando poco a poco, fracasado e impotente, como quien ve que la vida le aparta a un lado de la carretera. Con la lluvia, llegaría la melancolía para contar las horas muertas. Miró de reojo el sobre que descansaba en el asiento de al lado y apretó el acelerador. ¿A dónde iría?

Era viernes. A las tres en punto había salido de la oficina, asqueado. Un montón de papeles sin organizar quedaron abandonados sobre la mesa y el ordenador brillaba encendido, con una idílica imagen de palmeras sobre un dorado atardecer adornando la pantalla. Pisó el embrague y cambió la marcha. Era un afortunado, se lo decían todos. Recibía un sueldo a final de mes y su empresa todavía no tenía síntomas de irse a pique como tantas. Pero nada le decían de la falta de recompensas, de las horas perdidas, del esfuerzo baldío. Nada le decían de las puñaladas por la espalda. Esas nunca se contaban como balance de la crisis en el capítulo de daños irreparables. 

Era libre. A su lado sólo viajaba el sobre marrón, silencioso y prometedor, como único garante de su futuro. Bajó la ventanilla y aspiró el aire con perfume de lluvia. Miró alrededor y vio sólo el campo abierto, ocre y verde, protegiendo todavía el último calor, extendido sin medida hasta donde alcanzaba la vista. Cogió la cartera, las llaves de casa y el móvil y los lanzó lo más lejos que pudo hacia aquel horizonte que no vislumbraba.

Aceleró de nuevo y por su mente desfilaron sus posibilidades soñadas. Podía detenerse en un hotel, nublar la mente con alcohol y beber el licor de otras mujeres, distintas y exóticas, que le susurraran palabras desconocidas. Podía llegar al mar, olerlo, y navegar a pie, caminando por la orilla con los dedos cubiertos de arena. Podía golpear las ramas de los árboles hasta agotarse, hasta que cayeran todas las hojas de rabia. Podía llorar una tormenta de recuerdos, abandonarse en manos de la nostalgia. Y saborear la soledad. Era lo que había que hacer y sentir en otoño. Cuando seas libre, decían.

Miró de nuevo el sobre con la dirección de su casa y cogió el desvío hacia el primer pueblo que apareció señalizado en la carretera. Caminó entre las calles desiertas y llegó a la plaza mayor, donde un par de ancianos le contemplaron con curiosidad, para luego volver a su charla intrascendente y continua. Se detuvo ante el buzón de correos y respiró. ¿Cuál sería la decisión? Tenía que ser rápido y hacerlo ya. Le perseguía el invierno, no había tiempo que perder…

La fuerza de la lluvia le sorprendió, empapado y de madrugada, a la puerta de su casa. No quiso pensarlo más. Ya había sido suficiente durante el trayecto de vuelta. Llamó al timbre y en el umbral apareció rápidamente el rostro de su mujer, con la expresión ansiosa de quien ve que todo se le escapa:

- Por fin! ¿Dónde estabas? Había llamado a la policía… ¿Qué estabas haciendo?- Nada, me fui a dar una vuelta. Una vuelta por mi vida…
- ¿Qué dices? No te entiendo… ¿Y ese sobre? Está mojado. ¿Qué es?
- Nada, sólo eso. Papel mojado.

Lo dejó tirado sobre la acera sin girarse a mirarlo. El agua deshizo lentamente el papel y disolvió la tinta, sus palabras y todas las intenciones. Sólo en su recuerdo, para el olvido, quedó escrito:


“Me voy definitivamente, lo siento. Me despedí del trabajo, te abandono y no volveré nunca. No te preocupes por mí y espero que no encuentres dificultades para seguir adelante. Te dejo dinero, la casa y una vida estable. Soy libre.”





Escrito para "Las dos Castillas" http://lasdoscastillas.net/


Una tarde de agosto



Se sentó a mi lado al final de una tarde de agosto. Suavemente se dejó caer en el banco de piedra de la plaza, bajo los árboles de ramas retorcidas y hojas tupidas que tapizan el cielo de Zamora, cuando se alzan los ojos y todo respira una lánguida paz.
—¿No te importa que me siente aquí, verdad, hija? —me preguntó con una tímida sonrisa.
—Claro que no. Tranquila —le respondí.

Ella era tan delgada y liviana como una pluma que se deposita en el suelo por el capricho del viento. La miré de reojo acomodarse a mi lado, mientras extendía el borde de la falda para taparse pudorosamente las rodillas. Sonrió de nuevo y traté de calcularle la edad. Imposible. Me di cuenta de que atravesaba esa etapa indefinida que otorga la madurez a las mujeres que superan los 60 años, cuando las marcas del tiempo están asentadas sobre la piel. El pelo ralo y dorado estaba cuidadosamente ordenado sobre su pequeña cabeza y el sencillo atuendo completaba una imagen dulce y tranquila. 

—Me gusta sentarme aquí por la sombra de estos árboles, aunque esté sola. ¡Qué se le va a hacer! —me dijo de repente.
—¿No tiene a nadie? —respondí con cortesía.
—No me queda nadie. El marido murió, el hijo está fuera y sólo me hacen compañía alguna vez las vecinas. ¡Qué se le va a hacer!

Conocía bien esa frase de resignación. La había escuchado muchas veces, seguida de un suspiro y de un ligero encogimiento de hombros. Se la había oído a hombres y mujeres que después de haber caminado muchos años por la vida no encontraron otro destino que trabajar para comer y morir con las manos vacías, en una lucha diaria sin victoria ni medallas. Puede que, sin querer, se me escapara una mirada de pena que ella captó inmediatamente.

            —Pero estoy bien, hija. No necesito nada y, a mi edad, eso es lo único que importa. Acumulamos afanes en esta vida que no sirven al final. Queremos mucho, deseamos demasiado, nos desesperamos por nada y nos cansamos de todo. Yo crecí con poco, conseguí menos y casi no me queda nada. Apenas esta manía que tengo de seguir respirando —. Sonrió con picardía y su mirada brilló con viveza juvenil.
            —¿Y su hijo? ¿No viene a verla? —. Pensé que aquella mujer tenía que haber sido querida en su vida. Era imposible que no fuera así.
            —Tiene su propia vida como todos; buscó su libertad fuera de aquí como muchos. Y yo le entiendo. A mí me ató el dinero que nunca tuve; el dinero que nos hacía falta para comer. Me ató a un marido y a una casa en el pueblo que se nos caía a pedazos, mientras nos matábamos a trabajar en el campo. Me ató una familia rastrea y el odio de mi hermana… —Se subió ligeramente la falda y pude ver una gran cicatriz blanquecina por encima de su rodilla. —Todos creemos ser libres, hija, lo intentamos a través del dinero, lo intentamos defendiendo nuestras razones a toda costa. Hasta que nos topamos con los demás, lo queramos o no… Por mucho que luchemos, no todo en la vida podemos elegirlo, nos viene así. ¡Qué le vamos a hacer!

Sonrió de nuevo y esta vez más ampliamente, como si intentara convencerme de que la resignación era lo que le daba aquella luz a su rostro. Y lo consiguió. Yo también la necesitaba aquella tarde de agosto. Dejé la ansiedad y la angustia en su regazo, junto a las manos que descansaban sobre las rodillas, y ella me dejó de regalo su recuerdo, como una medalla de su verdadera victoria sobre la vida.



Escrito para "Las dos Castillas" http://lasdoscastillas.net/