miércoles, 21 de diciembre de 2011

Todo o nada...

… es la única elección entre la espada y la pared, entre vivir y morir. Un caballero sabe cuando llega el momento de quemar sus naves y arder con ellas. Y él era un caballero desde que nació, un dandy de palabras contadas, domador de silencios en permanente desafío con el tiempo, que hubiera enamorado a la atormentada y dulce Ana Ozores en la Vetusta que recreó Clarín. Chaleco oscuro e impecable, abrigo protector de un corazón noble y sensible; gafas redondas de lector voraz, y tras los cristales, una mirada tierna; cabellos de brillo azabache y largo flequillo que ocultaba parte de su rostro, telón negro que corría o descorría a voluntad, con un suave y personal gesto, inconfundible. Caminaba ligeramente encorvado, bajo el peso de lo profundo y escondido que llevaba siempre dentro. Hasta ese día…
Había pasado los años junto a ella en la oscuridad la distancia, fundido tras los decorados del teatro, mientras la veía dar vida a sus personajes, transformarse en otras ficciones, una tras otra, sin encontrar nunca su realidad. No podía encender otro foco para iluminarla. Ya no… 
Esto es una despedida, un adiós. Me voy, no puedo seguir aquí. No puedo, no quiero verte más.
Los ojos de ella se abrieron en un gesto de incredulidad. Imposible ¿por qué?
He esperado a tener algo de ti, por insignificante que fuera, y ya no puedo, no quiero, conformarme con menos. Es todo o nada…
Antes de terminar la frase sabía cual sería la respuesta de ella. Estaba escrita con claridad en sus ojos. Pero, ¿por qué?
Cada día se me va la vida al verte, voy muriendo a cada minuto sin poder besarte, sin abrazarte. No respiro si no te oigo. No soy ni mi sombra sin ti. Me justifiqué con la fidelidad, me excusé con la esperanza, me engañé con ilusiones vacías. ¿Es cobardía renunciar o es valentía dejar de sufrir?
Y antes de alejarse, con un último gesto se retiró el pelo de la cara y dejó entrever tras los cristales dos lágrimas: una por todo, otra por nada. 

“Sé que eres tú lo que más amo, mientras te estoy diciendo adiós”. Antonio Gala

viernes, 16 de diciembre de 2011

El valle de los presentimientos

No sabes cuando diste el primer paso. Ayer, hace dos semanas o tres meses, quién sabe. Los días, las horas, los minutos pasados se confunden, imposibles de calcular mientras desciendes por el valle de los presentimientos, volviendo la vista atrás, sin mirar alrededor, tropezando entre errores, dudas, temores y suposiciones. Sientes el olvido gris rodeándote como una niebla espesa, cercada y empujada por un viento gélido, único interlocutor, compañero sin respuesta.
A cada paso, la incertidumbre se convierte en certeza, la inquietud en seguridad. Avanzas con la frágil convicción de los sentimientos, el engaño del orgullo, la rotundidad del desamor. Sientes que alguien trata de exiliarte de su memoria, te sabes extranjera en aquel corazón que un día te cobijó. Supones, intuyes, crees que ahora él recorre otros caminos, trata de alcanzar otras cimas, sospechas que se oculta tras aquella colina que esconden las nubes. 
No sabes cuándo aparecieron las señales de alarma, cuándo desaparecieron los mensajes de amor. Ya no escuchas el eco de tu nombre resonando con su voz. Ya no oyes aquellas palabras de emoción antigua. Se fueron acallando hace tiempo. ¿Cuándo, por qué?, quién sabe. Ahora son tu lamento en la lejanía, son angustia y desilusión.
Desde el fondo de la soledad los presentimientos son gigantes que trasforman la realidad en mentira, lo falso en verdadero. ¿Qué es verdad y qué es mentira?, quien sabe. Todo se funde y se diluye entre la densa niebla, en ráfagas de sensaciones, ciertas o inciertas, en el valle de la inquietud, en el reino del desasosiego.
No te detienes, das otro paso, caes de nuevo, te hundes en el hielo de la pena y la ceguera es total.
Desde lo más hondo, todavía puedes abrir los ojos, dejar de sentir ficciones, enterrar las suposiciones. Olvida presentir. Tal vez tras aquella colina, más allá de las nubes, a través de la niebla, hay un sol que intenta iluminar tu ascenso, una voz que grita seguridad, un corazón de emoción antigua que te recuerda, que te espera…

La dueña de la luna

La dueña de la luna renace cada noche, juega entre estrellas, se desliza entre constelaciones, dibuja sueños y les da forma hasta convertirlos en reales y alcanzarlos con la punta de los dedos. Los persigue hasta apresarlos en un abrazo, uno tras otro, los pinta de amor y les da el color brillante e intenso de las sensaciones. Respira aliento cálido y fue moldeada con fuerza de acero plateado, y contornos de pasión. No teme la luz del sol. No tiene miedo a arder ni a quemarse con su resplandor, porque cada noche vuelve a su oscuridad entre estrellas, a bailar con ellas, a rozar su luna con la punta de los dedos. 
Y cada noche es sueño, fuego al mediodía, calma al atardecer, y cada día es amor para entregar sin medida. Regalo de la dueña de la luna.
Para Nora

martes, 13 de diciembre de 2011

Un lápiz de labios

El sonido de sus tacones resonando en el pasillo había sido siempre el anuncio de su llegada. Repicaban agudos y poderosos, aquellos finísimos e interminables zapatos de tacón de aguja, e inmediatamente ella entraba en el baño dejando a su alrededor una estela de perfume. Colocaba el neceser junto al lavabo, desplegaba sus armas de belleza, los instrumentos de su poder, y aplicaba cuidadosamente sobre su rostro la máscara con la que aquel día, un día más, dominaría a todos a su alrededor.
Yo la contemplaba, como siempre, medio oculta tras la puerta, sentada en la taza de en uno de los wáteres que acababa de limpiar. Y sin querer, comparaba sus zapatos con mis mocasines de mercadillo, ya medio ajados por el uso. Y sin desearlo, pasaba lista a los incontables tarritos de crema, maquillajes, sombras de ojos y lápices de labios que ella se aplicaba con destreza. Todos nombres exóticos, extraños para mi: La Mer, Chanel, Dior, Estée Lauder. Sin embargo, sabía que sólo con lo que costaba uno de ellos podría alimentar a mi familia en Ecuador durante años. No podía quejarme, me sentía afortunada por haber encontrado este trabajo, porque desde hacía meses escaseaba para todos. Mis primos habían tenido que regresar y yo bendecía cada hora que pasaba fregoteando el suelo de aquellos baños, en un edificio de lujoso cristal. Pero me dolía ser invisible. Se clavaban en mi orgullo esas miradas pintadas de cierto desprecio y teñidas de indiferencia, que ella me lanzaba cuando me veía recogiendo los pañuelos manchados de carmín, que nunca acertaba a echar en la papelera. Entonces la odiaba, lo confieso. Sentía mezclarse en mis entrañas el rencor, la injusticia y la envidia como la lejía, el detergente y el agua sucia, que después tiraba al water. Tenía que aferrarme a la fregona, con los nudillos blancos de ira, para levantar la cabeza y, con dignidad, seguir adelante…
No noté nada o no quise darme cuenta hasta aquel día en que los tacones anunciaron su presencia con menos firmeza. Aquel día sonaron tambaleantes por el pasillo y un aroma de tristeza inundó el baño. Lucía un traje chaqueta sospechosamente desgastado, profundas ojeras enmarcaban sus bonitos ojos y los pañuelos estaban manchados, esta vez, de las lágrimas que derramaba sin parar. Desconcertada, recordé los rumores que circulaban en la oficina: la crisis, la quiebra del negocio de su marido, la venta de su chalet y sus pisos en Madrid y Barcelona. Estaba arruinada, ¿serían ciertos esos rumores?. ¿Qué sería ahora de ella?. Yo estoy contenta con mi cara lavada, cuando salgo a salsear con mi novio y compartimos una hamburguesa en el parque. Pero ¿y ella?, si sólo conoce la felicidad que se compra…
Lentamente, sacó del neceser lo poco que quedaba de sus cosméticos de lujo. Todos prácticamente acabados, ningún lápiz de labios. La vi clavar en el espejo su mirada hundida, vacía, y sin querer, sin desearlo, metí la mano en el bolso de mi bata y le entregué mi barra de labios. Me miró y… ¿qué era aquello?, ¿un gesto de humanidad?, ¿algo de ternura?, ¿agradecimiento?. Sorprendida la vi aplicarse la barra de labios, intensamente roja, y yo la imité. Sonreímos las dos ante el espejo, que nos devolvía una hermosa imagen. Iguales. 
- Bonito color, ¿de qué marca es?
- Deliplús, señora…
- No la conocía…
Contuve la respiración. Claro, no la conocía. Ella no sabía, no podía saberlo y por un instante tuve en mi boca la venganza, la ocasión de asestarle una pequeña humillación. Para ella lo hubiera sido, sin duda. Pero, libre de máscaras, elegí quedarme con su sonrisa.
Mañana vuelvo al Mercadona a comprarme otro lápiz de labios…