lunes, 10 de diciembre de 2012

Cuando dos mujeres desean lo mismo...


Cuando dos mujeres desean lo mismo, el entendimiento es inalcanzable; la armonía, imposible, y la amistad, sencillamente, una utopía. El objeto de deseo no podía ser más atrayente ni regalarles un placer más pleno. No tenía el porte de George Clooney ni el brillo de un diamante. Ninguna de esas trivialidades sería suficiente para las que soñaban con escalar más cotas, alcanzar otras cimas, dominar las esferas de poder.
“Alpinistas” avezadas, querían gobernar en ese reino de los eufemismos, donde ya estaban habituadas a manejar sin rubor expresiones como “navegar en el mismo barco” o “remar juntos en la misma dirección”, mientras se lanzaban elocuentes miradas y el odio refulgía en el pulido roble de la mesa de reuniones. Estaban acostumbradas a “salir a flote” entre las afiladas rocas de enemigos o en mares abiertos donde convencer era vencer en femenino, sutilmente, con medias mentiras, insinuaciones ciertas y golpes de efecto en palabras sin compasión. Después del tiempo transcurrido en la misma empresa, vigilándose de reojo en cruces, travesías y socavones, creían disponer de armas suficientes para imponerse.
Cuando se conocieron, supieron al instante que serían rivales irreconciliables. Lo notaron en el primer cruce de miradas; la envidia se extendió en el aire como una señal que las perseguiría después. Lo supieron porque cada una observó en la otra lo que admiraba, lo que quería y no tenía. Jamás se lo confesarían, guardarían la sensación como su mayor secreto, pero deseaban las virtudes de la otra tanto como las detestaban.
Una era alta y rotunda, de inteligencia viva y discurso brusco y resolutivo. De rasgos agradables, había sacrificado su maternidad sin pena, igual que el tono castaño de su pelo para aclararlo hacia un rubio suave, un tópico de belleza en el que creía firmemente. Jamás admitiría que usaba a discreción su atractivo de mujer, igual que tampoco reconocería que los hombres la halagaban, pero no la satisfacían más que cuando acataban sus órdenes. Al resto de mujeres las trataba con displicencia, con suficiente distancia para que la rozaran sin tocarla y mantenerlas bajo control.
La otra trataba de estar a su altura sobre unos elevadísimos tacones que resonaban por los pasillos de mármol. De rostro dulce y cabello oscuro e indomable, tenía una memoria prodigiosa que brillaba tras la ambición, el sentido de la vergüenza y los prejuicios de una provinciana de educación religiosa que siempre creyó saber dónde estaba el bien y el mal, lo correcto y lo incorrecto. Suplía su tono de voz leve con largas pausas y frases repetidas con intención, ocultando su miedo a salirse del guión marcado y justificar todos los sacrificios.
Las dos mandaban con brío y organizaban con efectividad. Y sobre todo, pensaban por él, por aquel hombre indolente que se había convertido en el único escollo para sus aspiraciones y que ahora debía tomar una decisión. El viento de la envidia había arreciado en las últimas semanas y el aire se había convertido en irrespirable. Ambas movían a sus devotos y bregaban de un círculo a otro para conseguir más acólitos. Ambas creían tenerlo en sus manos: él dependía de ellas, las necesitaba, lo eran todo para él. Pero sólo podía quedar una.
Cuando aquel hombre recibió las llamadas, casi al tiempo, la misma frase en las dos voces femeninas le retumbó en la cabeza: “O ella, o yo”. Respiró hondo y se rascó con calma las púas de la barba. Aquella tarde se enfrentaba a un tremendo dilema y el resto le importaba muy poco. De la elección dependía un triunfo o un fracaso y, después de achicar los ojos y fruncir levemente el ceño, con su característica apatía, tomó una decisión: se llevaría un hierro 5 para los primeros hoyos y el resto trataría de ganarlos con uno del 3.
Antes de salir hacia el campo del golf, con una elegante bolsa adornada por un caballito rampante, se giró y dijo a su asesor personal: “Entierra a la que pierda y limpia la sangre de la que sobreviva. Que no queden evidencias…”

Relato escrito para @diariofenix

martes, 6 de noviembre de 2012

Zapatos viejos, vida nueva


“Fue después del último te quiero. Lo pronuncié y sonó vacío y hueco, desganado y pobre, con una nota triste y el tono de la rutina repetida durante 35 años. No esperaba respuesta, no señor. Desde que empecé a vivir con él, tenía la costumbre de despedirle cada noche antes de dormir con un te quiero y un vaso de leche para que pudiera conciliar mejor el sueño. Saboreaba ambos con la calma del que da por supuesto que los ha merecido. Él siempre se sintió seguro en su mundo controlado, mientras yo trataba de seguir siendo la base de su vida, tratando de desearlo sin conseguirlo. Como sus zapatos, eso es. Yo he sido como sus zapatos viejos. Cómodos y confortables, ajustados y moldeados a sus pies por costumbre. Los quiere y los necesita para caminar cada día, pero hay que pisarlos para avanzar. Hasta aquí he llegado, agente, y desde aquí partiré a otra vida…”
El viento frío azotaba los árboles que adornaban la orilla del río. El puente, de antiguas y sólidas piedras, ejercía de mudo testigo de la conversación entre la mujer y el policía. El silencio de la madrugada protegía sus palabras y el rumor del río bajo sus pies dejaba notas de cambio, agua renovada y desembocadura incierta.
“Pero, señora, piénselo bien. No lo entiendo…”  El policía la miraba con aprensión, buscaba en sus gestos rastros de locura. La razón de su arrebato y su huida.
“¡No pensará tirarse desde aquí…!”  La carcajada de la mujer resonó en la noche y el brillo de sus ojos aplacó su miedo. Su sonrisa cálida lo animó. Tenía que convencerla…
“Señora, piense…Su casa, su marido, sus hijos… ¿Cómo los va a dejar así? Se va sin maletas… ¿Tiene dinero? Vuelva, por favor, se va a encontrar muy sola…Y, discúlpeme, pero ya es mayor para empezar una nueva vida.”
“¿Cuántos años hay que tener para sentir, vibrar, para estremecerse de placer? Sé que aún puedo hacerlo. Quiero comprobar que tengo poros en la piel y desgastarlos con cada sentido. Gobernar mis decisiones y guiar mis pasos sin otro rumbo que el mío. Vagar por calles mojadas de lluvia fresca y perderme en un atardecer. He tenido dinero, vestidos caros y sábanas de encaje. No los echaré de menos, créame.  Necesito conocerme, usar mi vida y no dejarme usar por ella…
Podría enumerarle todo lo que mis hijos querían, lo que él quería. El punto justo de sal en las comidas, el azúcar del café, el aroma del suavizante en la ropa, los cuellos almidonados y las camisetas impecables. Podría describirle todos sus gestos desde que bostezaba al abrir los ojos por la mañana hasta la forma en que se cubría la barbilla con la manta para dormir. Mis hijos ya son mayores, tienen su propia familia, y él… bueno, él seguirá adelante porque su motor es su rutina.
Nada de lo cotidiano es esencial, sólo nos cubre como una capa por fuera del frío que sentimos por dentro. Ahora quiero estar desnuda. Deseo la soledad como una compañera que me ayude a descubrir la desconocida que soy para mí… ¿Lo entiende?”  El gesto de incomprensión del policía era tan evidente, con la boca abierta y los ojos entornados, que volvió a provocarle una breve carcajada. La primera luz del amanecer se extendía reflejada en las aguas del río y terminaban las explicaciones. “Empieza mi camino, agente, no sé si nos volveremos a ver…”
“Espere, señora, por favor… ¿Qué les digo? La están buscando desde hace horas y la denuncia por desaparición está presentada en comisaría. Yo la he encontrado aquí y no puedo volver sin decirles algo…”
Ella se giró con una nueva sonrisa, y el eco de su risa acompañó sus pasos, repicando con los firmes tacones de sus zapatos nuevos, relucientes por las viejas piedras del antiguo puente…“La verdad, diga siempre la verdad, joven. Dígales que he pasado a mejor vida…”

Relato escrito para @diariofenix

lunes, 5 de noviembre de 2012

¿Cuántas preguntas hay sin respuesta?


Infinitas cuestiones se lanzan al aire o se guardan en lo más profundo, sin que nadie pueda contestarlas. Y así, un día tras otro, hasta un destino igualmente desconocido. Tenemos un mañana tapizado de retos y buenos propósitos, pero bordado de dudas, cosido con el fino hilo que los une o los rompe. Caminamos y ponemos un pie sobre una incógnita, que nos lleva a otra pregunta, y al instante, aparece otra nueva incertidumbre. 
¿Por qué es tan sencillo plantear preguntas y tan difícil obtener respuestas?
Siempre quise saber por qué conocemos a la perfección la teoría y somos incapaces de ponerla en práctica. Nos educan para identificar el bien y el mal, pero la experiencia complica las percepciones y mezcla las sensaciones. Por qué domina el miedo por encima del resto de las emociones. Por qué arruinamos en horas de silencio la complicidad de años y nos alejamos de lo que más queremos sin razón ni explicación… ¿Qué nos hace cambiar y no evolucionar?
Me gustaría saber por qué callamos cuando a diario leemos consejos y opiniones que nos confunden. Y no escuchamos cuando otros sienten y no sentimos cuando nos hablan… ¿Por qué somos indiferencia?
Quisiera saber por qué el cariño y la ternura se ocultan a veces como delincuentes cubiertos de vergüenza, mientras se venera el sarcasmo cruel y la ofensa. Por qué ensalzamos la vanidad, el engaño y la manipulación, y los dejamos en sus pedestales para que nos gobiernen. En qué lugar se enterró el significado de la palabra nobleza, junto a su mortaja de lealtad… ¿Duermen los que dejan víctimas a su paso?
Avanzamos sí… pero, ¿sabemos a dónde? Hacia la siguiente duda…
Quisiera pensar que todas las respuestas se pueden concentrar en una decisión meditada y justa, en una caricia, en una palabra de amor, en un gesto de unión. Sería la solución de un soñador que nunca dejará de remover dudas hacia un final seguro, hasta un destino sin preguntas. El final de la vida. 


lunes, 22 de octubre de 2012

Un minuto al vuelo


La noche olía a fiesta, primavera, y algodón de azúcar. Cuando llegaron, la feria estaba en pleno apogeo de bullicio ensordecedor. Con solo alzar la cabeza, en una respiración, se llenaban los pulmones de aroma a dulce y fritura, entre deslumbrantes luces multicolores, asaltaban los sentidos el vocerío de las tómbolas y el rugido de la música. Una marabunta imparable de todas las edades se apretujaba en torno a las casetas y atracciones. De su mano caminaba el niño pequeño, mientras el hermano mayor gritaba algo que nadie entendía -ni atendía- sobre coches de choque, dardos, perdigones y perritos calientes con varias capas de ketchup. El padre caminaba con la indolencia del que ve la feria sin que nada le vaya en ella. 
Y ella buscaba algún gramo de oxígeno, algo de sabor a libertad…
Levantó la cabeza de nuevo y frente a sus ojos se elevó la versión moderna y remozada de la antigua barca que se balanceaba, libre y sin ataduras, en sus ferias de niña, mientras sonaba “Las chicas son guerreras”. El ahora llamado “Barco Pirata” tenía barrotes de sujeción en los asientos centrales, sendas jaulas en los extremos y la tentación irresistible de ofrecer un minuto de vuelo por encima del mundo. 
Sin pensarlo más, soltó un rápido: “me voy a subir allí”. Los tres la miraron hasta lograr entender lo que decía entre el alboroto que aumentaba sin parar. “Noooo, cómo te vas a subir a eso”, el grito del mayor la paró por un momento. “Mamá, es que no has visto en la tele que esos aparatos se rompen. Te puedes matar, no te subas, noooo!!” A los 13 años comenzaba a vislumbrar el riesgo, el miedo al futuro, las primeras señales que lo convertían en un esbozo de adulto. “Tranquilo, cariño, no me pasará nada. Estas atracciones se revisan bien. Son seguras.”
No quiso escuchar más. Avanzó decidida sin girarse a mirar las lágrimas que ya comenzaban a caer por las mejillas de su hijo. Agarró fuerte los barrotes de la jaula antes de que comenzara el vaivén y se dispuso a disfrutar de otro tipo de prisión. Lentamente al principio, el balanceo le desordenó el cabello y le trajo un aire limpio. El movimiento pendular se hizo más rápido y con él la adrenalina y los gritos de furor y placer de sus compañeros de jaula. No quería mirar, pero sus ojos la llevaban abajo, hacia tres figuras, una de ellas todavía clamando para que bajara. Levantó la vista hacia la noche y se agarró aún más fuerte a los barrotes oxidados, de gastada pintura amarilla. Cada vez más alto, más rápido. El viento fuerte en la cara y diez metros por encima de ellos. Ya estaban lejos, muy abajo, el estómago se encogía y los pies se levantaban solos. El impulso la obligaba a doblar las rodillas para no caer. Un nuevo balanceo, vértigo, otro vaivén de velocidad, placer.
“¿Y si tiene razón? No puedo hacerle llorar… ¿Y si uno de los amarres se suelta, si uno de los barrotes cede?… No pienses, sólo siente. Esto es una delicia. No tienes muchos instantes así…Este chisme parece viejo. Y si me mato, qué será de ellos?… Quiero seguir volando. Tengo derecho a un minuto, libre, para mí”
El barco paró y su lucha interior se detuvo. Descendió de la atracción todavía inestable, notando rastros de la intensidad vivida, y sonrió con nuevas fuerzas al verlos. Aún rodaban lágrimas, ahora de alivio, por su cara. El pequeño, contagiado por el mayor, lloraba también entre pucheros. Pero no hay susto que a un niño no se le borre con una bolsa repleta de palomitas. Y no hay barrotes más acogedores que unos pequeños brazos alrededor del cuello, mientras una voz dice: “mami, bonita”.


Relato escrito para @diariofenix

jueves, 11 de octubre de 2012

La vida al pasar...


La vida la condenó a verla pasar. Sin piedad, sin tregua, desfiló delante de ella, la obligó a mirarla hacia atrás y avanzó a su lado, rápida o lenta, a su ritmo dulce o cruel.
Ella se acostumbró a verla pasar desde el borde del camino, a su paso, sentada en un banco solitario de un parque abandonado, entre hojas secas, a punto de la despedida. Miraba la vida cambiar y deformarse, torcer y retorcerse, las tormentas y los cielos abiertos, el sufrimiento en otros ojos y las lágrimas en los propios. Era cómodo ser espectadora de la lluvia al caer, calaba y helaba los huesos el dolor, pero la vida avanzaba seguro, contigo o sin ti. 
Se acostumbró a todas las llegadas y a todas despedidas. Las que arrastraba el amor, el capricho, la fuerza del olvido o los vientos del egoismo. Nada podía hacer y nada hacía. Sentada, miraba y sabía que otras vidas llegarán y todas pasarán.
Esperaba que algo permaneciera junto a ella. Se aferraba a la esperanza. Algo que no se llamara soledad, algo que no fuera fugaz, efímero o veleta. Algo que le recordara el sonido ya lejano de palabras de amor, cuando era una joven bonita de piel tersa. Algo que le dejara gritar amor sin sentir la vergüenza de oir sólo su propio eco. La brisa le devolvía a veces una voz cariñosa tan breve como una ráfaga de recuerdo, el recuerdo de unos brazos cálidos y tímidos que ahora sólo ella abrazaba.
La vida se fue y no volvió. Sentada al borde, la vio marchar un día de otoño, definitivamente, sin decir adiós, entre rayos de un sol cansado y triste. Y con ella se llevó el instante de un abrazo de felicidad y todas sus vidas al pasar… 



Foto Adamec

lunes, 1 de octubre de 2012

¿Quién amansa a una fiera?


Entró en el piso con determinación y avanzó por el pasillo, enfurecida. El maldito espejo de la entrada estaba siempre para darle el recibimiento que más odiaba, aquel que le devolvía la imagen de una mujer desconocida. Un rostro de muñeca de rizos negros que enmarcaban un óvalo perfecto de piel de porcelana en el que brillaban dos ojos de un verde turbio, como hojas de primavera aplastadas por la tormenta. Despreciaba esa imagen que usaba a su antojo como instrumento de poder, con la misma fuerza que despreciaba a los que la adoraban.“¡Estúpidos todos!”, exclamó, al tiempo que contenía el impulso de alzar la pistola, apretar el gatillo y romper su reflejo en mil pedazos. Furia por sentir que ella era su principal enemigo. Furia por su constante huida sin meta. Furia porque su refugio y su callejón sin salida era aquel grupo de asesinos que le daban una excusa para matar. Para destruir, y destruirse…
Se estiró uno de aquellos rizos rebeldes para taparse la frente, esbozó una mueca de aplomo, y entró en el salón, donde todo estaba preparado para el próximo golpe. La peste a sudor, hierro y tabaco era familiar; las latas de cerveza desperdigadas por el cuarto, también; al igual que la hilera de pies sobre la mesa frente al descolorido televisor, los restos de colillas, las patatas fritas y los jirones de periódicos sobre el sofá teñido de grasa. Todo era como ayer, salvo aquella presencia en el rincón, junto a las armas y algunos paquetes de cocaína, restos de la última operación. Aquella presencia respiraba entrecortadamente, era pequeña y menuda, y estaba asustada… muy asustada. Permanecía sentada, encogida, con los brazos rodeando sus piernas, la cabeza agachada sobre los hombros, y ocultando su rostro, una cascada de rizos negros.
- ¿Qué demonios hace esta niña aquí?.-  Lanzó la pregunta al aire como un grito que silenció la conversación que seguía ajena a ella. Inmediatamente, se giró y a su espalda vio a su hermano mayor, indolente y apoyado en el quicio de la puerta, mirándola con burla.
- Es mi hija pequeña, ¿qué pasa?… La imbécil de la madre se metió más de lo que debía y ahora me toca quedarme con ella.- Respondió con chulería. Siempre así, con chulería y crueldad. Como su padre…
De pronto, el sonido del teléfono y la discusión que provocó la llamada del jefe desvió la atención de los hombres que se enzarzaron en gritos e insultos. La confusión le sirvió para acercarse a la niña y levantarle la cabeza. La miró, pausada, detenidamente, cada vez más desconcertada, cada vez más furiosa. Era ella y su rostro. Su espejo de antes. Sus ojos verdes, su piel de porcelana, sus rasgos suaves. Era ella de niña, y no era ella, ahora. En su pequeña sobrina no estaba su mirada turbia, su odio oscuro, ni su cicatriz en la frente. Todavía…
- ¿Dónde está la niña? ¡Estaba en el rincón hace un rato! Se la ha llevado la loca de mi hermana!.- Los cinco hombres miraron a su alrededor, cabreados por la interrupción. Aún quedaban cabos por atar: la recogida de la mercancía, el dinero a repartir…¿Qué más daba dónde estuviera la mocosa?
- ¡Hay que buscarla!. Mi hermana está de manicomio, le puede hacer algo, y paso de tener movidas con el juez que me la ha colocado.
A regañadientes y entre juramentos, abandonaron el salón en tropel. “Del piso no han salido, tienen que estar en su habitación”.- dijo uno. “Joder, la puerta está cerrada y no se oye nada. A ver si se la ha cargado ya”.- terció otro. “Callaos, coño, algo se escucha, como una canción. ¿Estará amansando a la fiera con música?”.- soltó el más viejo del grupo con una carcajada incrédula.
De una patada abrieron la puerta y, sin palabras, contemplaron boquiabiertos la escena que continuó sin que ninguna de sus protagonistas se inmutase.
Bajo un resquicio de luz, entre la ventana entornada, sobre un viejo colchón, ella protegía a la niña con sus brazos. La pequeña le devolvía el reflejo de su sonrisa, mientras con el dedo le recorría la cicatriz de la frente. Suave, dulcemente, se detenía en su tres afilados vértices: arriba el abuso, al lado el dolor, abajo la humillación. Y suave, dulcemente, la pequeña le susurraba lo que parecía una tonada infantil…

“¿Quién amansa a una fiera?
-La música compañera.

¿Quién calma las dudas?
-La única ternura.

¿Quién quita la soledad?
-Un abrazo de paz.

¿Quién cura el dolor?
-El verdadero amor.”

Y así, de nuevo, una vez más, suave y dulcemente, hasta sanar y sanarse… Hasta salvar y salvarse.
“¿Quién…?"

Relato escrito para @diariofenix

lunes, 17 de septiembre de 2012

Un regalo en la mirada



Un regalo es un hombre detenido frente a las nubes. Una mirada que atraviesa obstáculos. Al fondo la incertidumbre; delante, la luz.
Un pájaro negro a la espera de su curva en el camino: aprende del pasado, interroga al porvenir. Una mirada que detiene el momento, lo graba con palabras, lo siente con música. Un hombre comprometido con todo y todos, un halcón en las filas de la humanidad, una mirada ajena a lo indiferente. 
Un soldado armado de bondad, empuñando una sonrisa leal. Firme frente a los rayos fugaces, sordo ante el ruido de truenos que vienen y van. Un hombre que se lucha, se vence y gana.
Un regalo es una mirada capaz de “ver para querer… más”. 

Mucha felicidad, hoy y siempre @Avisnigra67


Mosaicos


El silencio se había instalado entre los dos y no sabía cómo llenarlo. Buscó respuestas rascando continuamente su calva, rala y canosa, y detuvo una vez más su mirada tímida ante la joven periodista que, sentada frente a él, esperaba paciente. Quería saber cómo empezó a crear aquellos impresionantes mosaicos, construidos con noticias, fotos y titulares de lo más variopinto y de tanto tiempo atrás. Los creaba con mimo y perseverancia, como un dedicado artesano manejando recortes como teselas, desde hace tantos años que la fecha se había borrado de su memoria, y ahora, comprobaba atónito que el periódico de la ciudad se interesaba por ellos. Ni siquiera sabía cómo se habían enterado de su silenciosa afición.
Apurado, se rascó otra vez la ya dolorida cabeza e hizo un nuevo esfuerzo. “Mire, mi padre tenía un cinturón muy convincente, y a los 16 años me obligó a traer dinero a casa. Comencé de repartidor de periódicos; así le cogí el gusto a leerlos. El papel raspaba y la tinta manchaba, pero ese tacto me reconfortaba. Un día sacaba una foto, otro, sólo unas líneas. A veces no había nada que valiera la pena…”
La estaba aburriendo con su pobre historia y sus balbuceos. Lo sabía. De repente, ella se levantó y aproximó la cara, muy de cerca, a uno de los últimos mosaicos que había creado, pegado en la pared. “Apenas se leen las noticias, y de las que se distinguen, ninguna es importante. Aunque el conjunto es bonito, claro”, comentó ella con una mueca. “Son importantes, señorita, sí que lo son.” Levantó la cabeza con dignidad y continuó: “Puede que no vea nombres de grandes personajes, que poco me interesan. No son ellos los que embellecen mis mosaicos, ni los que le dan forma y vida…”
“Mire aquí… unos guardias civiles en medio de una carretera perdida en el campo ayudaron a dar a luz a una mujer. Aquí… un grupo de vecinos hicieron de barrera para que no desahuciaran a una familia. Aquí… una mujer se encerró ocho horas en el banco para que le devolvieran su dinero. Aquí… una turista grabó un corazón en la Alhambra de Granada. La multaron por su gesto de amor. ¿No merece la pena guardarlo? ¿No le apetece soñar cómo sería su arrebato de pasión en un lugar tan hermoso para querer dejar así su huella?”
“Así como la vida cambia, señorita, cambian mis mosaicos. Todos somos sus piezas, inmortalizados en los periódicos, escondidos en alguna de sus frases, entre la negra tinta de un suceso o las manchas de una fotografía borrosa. Entre lo que nos perjudica y nos afecta, seguimos latiendo. Evolucionamos y resistimos. Puede que los que nos aplastan en grandes titulares nos ignoren, pero somos los que, de verdad, importamos.”
Al día siguiente, el periódico de la ciudad titulaba: “Un vecino crea más de cinco mil mosaicos con noticias”. Apenas cuatro líneas, en la esquina izquierda, en la sección de local, en la última página…

Relato escrito para @diariofenix





jueves, 6 de septiembre de 2012

Cachivaches


Estaba a punto de ahogarse. Lo notaba en la garganta, en los pulmones que le pesaban como una losa sobre el pecho. Se derrumbó en la cama y trató de abrigarse con la oscuridad de la noche. De un tirón se arrancó la corbata, se desabrochó la camisa. Imposible. No le llegaba ni una bocanada de aire a la mente turbia por el alcohol. “Maldito día, maldito sea este día desde que amaneció”. Ella se había marchado, furiosa y dolida, sin recoger siquiera su ropa del armario. El jefe había lucido su versión más rastrera, mientras una larga fila de cretinos desfilaban por su mesa, amargados e insistentes. Penosa manera de ganarse la vida, -“maldita sea”- como un muñeco trajeado al que todos dan golpes para descargar su ira. Harto, asqueado, se había aferrado a la barra del bar y al vaso de whisky como un pozo negro de veneno deseado.
“¿Qué hice para llegar hasta aquí?” Cerró los ojos y vio oscuridad. Abrió los ojos y vio una extraña bruma, gris, opaca, y al fondo, cajas. Cajas en un desván sin paredes ni límites. De todos los tipos, tamaños y colores. Ordenadamente dispuestas, una sobre otra, apiladas como una interminable y elevada columna que se perdía entre un negro cielo. “Cachivaches, estropeados e inútiles… Eso son, seguro”. Sin pensar, descargó su furia de una patada contra una de aquellas cajas. El estruendo que provocó le estremeció. Como canicas salieron rodando incontables objetos, infinitas sensaciones. “Qué es esto? Pero si es la rueda de mi primera bici, botones, las gafas del abuelo, el tapete de ganchillo de la abuela, mi colección de sellos, aquel juguete estúpido que jamás funcionó…” Desasosegado, percibió el inconfundible aroma a jabón de su madre, el rojo olor de una rodilla cubierta de mercromina, una deliciosa rebanada de Nocilla… Inquieto, oyó los gritos burlones de los chavales del colegio, insultos, la vergüenza que teñía sus mejillas de púrpura. Rodeado, se giró y tocó el pecho asustado de su primera novia, todavía suave y tierno: “Yolanda, qué fue de ti…”
Entre el pánico y la fascinación, trató de recopilar todo aquello y extenderlo sobre el suelo que no podía ver, ni tocaban sus pies. Intentó alisar las arrugadas sábanas en las que murió su madre, romper aquel suspenso en matemáticas, rozar una vez más los labios de María, inspirar su olor a agua de rosas, impedir su adiós de lágrimas de sal. Quiso aplastar la traición de su padre, silenciar las mentiras, endulzar el ácido del fracaso, y volver a tararear el estribillo de su canción. ¿Podría elegir? ¿Destruir lo que quisiera? ¿Conservar lo que deseara? Extendió la mano…
Aterrado, notó que la columna temblaba y amenazaba con aplastarle. Si tocaba algo más, su vida, toda entera, se derrumbaría como un castillo de naipes y caería sobre él hasta matarle. Las cajas encerraban su tesoro, los cachivaches protegían las sensaciones, las sensaciones nacían de los recuerdos y los recuerdos guardaban los sentimientos. Unos dependían de los otros. Y todo unido sostenía su vida. 
Sereno, posó el pie sobre una de las cajas, con cuidado, dejándola intacta. Se subió a ella y avanzó. Un pie tras otro, una caja tras otra, avanzó sobre los años, por la escalera de su tiempo, hasta abrir los ojos. Sobrio, en paz, se elevó hasta ver un pedazo de azul y un rayo dorado. El día prometía un camino para guardar como un regalo, como un recuerdo, como un sentimiento.





Gracias a la foto de @Avisnigra67

sábado, 1 de septiembre de 2012

"Y", de intenso...


La última gota siempre deja un sabor amargo en el café que fue dulce. Quedan sobre la taza los restos de un pasado ardor, huellas de aquel toque de delicia en un negro café solo, que siempre se toma acompañado. Ante su oscuro cuerpo puedo estar yo o puedes estar tú. Beberás de ti, de mí, y de recuerdos antiguos o por construir, como firme realidad o juego de la imaginación.
Frente a un café se vive el instante puro, intenso. El que siempre deja un… “Y quiero más”…
Y es deseo que se desliza dentro junto a la pasión que evoca. Junto a todas las sensaciones que provoca. Y es ansia de revivirlo una vez más, rápido, antes de que se evapore la última gota en la garganta. Y se apura fugaz, mientras los ojos se esfuerzan en grabar a fuego todas las líneas de tu piel. Y la mirada busca y guarda tus gestos, uno por uno, hasta el último recodo de tu sonrisa, presente o ausente. Y aumenta el ansia de paladear su sabor antes de que desaparezca el beso del café en tus labios. Y es tan excitante el trago que despierta los sentidos, más lejos de lo imaginable, más poderoso de lo previsible. Más allá de la lógica, alienta, reconforta, revive, resucita.
Y da fuerza y da vida. Y es abrazo, tentador y sugerente. Quiero más y te quiero más. Necesario como el aire, imprescindible como respirar. Y es prohibido y eterno. 
Amor y amigo.



Gracias a la foto de @Avisnigra67

Abismos particulares


Hay temporadas, hay días, hay momentos en los que nos acodamos sobre el borde de nuestra vida y contemplamos su paisaje. Queremos sentimos dueños y señores del horizonte, dominarlo hasta donde alcanza nuestra vista. Notamos su entreverada claridad: de cerca, lo cotidiano; al fondo, el porvenir que destella y se oscurece de ilusiones y miedo. Percibimos colores que podemos cambiar con un sólo gesto o una simple palabra, lo que siempre haremos o jamás diremos está al alcance de nuestros ojos, al dictado de nuestra voluntad. Podemos cambiar y quitar rastrojos que nos empujan a tropezar; orientarnos en laberintos de ciudades deshumanizadas; bordear las conocidas lagunas de fracasos en las que nos ahogamos con tan solo poner un pie, y talar las ramas de aquellos árboles que otros plantan en medio para impedirnos disfrutar de nuestro cielo.
Sentimos el impulso de la brisa de lo que queremos. Se percibe cálida, suave, estimulante: se llama esperanza.
Todo lo que no vemos se oculta a nuestros ojos, se esconde en abismos particulares: oscuros y privados horizontes interiores. Insignificantes o livianos, profundos o justificados. No se ven, pero se sienten a través de la llamada del miedo. El temor de lo que nos espera, desconocido y voluble, caprichoso traidor disfrazado de incertidumbre; el pánico a no tener fuerzas para vencerlo…
Terrores que se transforman en errores diarios y nos acercan a la caída: ninguno se libra de ellos. Desde el que niega ser el más poderoso hasta el que cree ser el más débil. El miedo que habita en cada abismo interior nos iguala a todos. Podemos escondernos en él y dejarnos llevar por la indolente calma que flota en la oscuridad. O podemos comprobar que todos los abismos se sobrevuelan con las mismas alas: el placer de amar y la seguridad de ser correspondido.




Gracias a la foto de @Avisnigra67

martes, 31 de julio de 2012

El sol sabe...


El sol sabe cuando llega su momento. Asoma, se eleva y permanece en lo alto, oro ardiente, para dejar al invierno en un lejano olvido. Se pasea poderoso entre campos de tristezas para convertirlas en cenizas que aún resecan la garganta y ennegrecen los labios, penas de sabor amargo que desembocaron en ríos de lágrimas, con su cauces secos ya, agotados ya de fundirse con la lluvia.
El sol sabe que debe dar color a ese océano negro donde se ahogaron las esperanzas y llegar a lo más profundo del abandono, la separación, la soledad y la muerte. Donde todo termina, su crisol de luces doradas juega en lagos de preguntas: ¿por qué? ¿por quién? ¿para qué?… Y los rayos alcanzan aquella colina de fracasos, ascienden hasta la cumbre definitiva de la renuncia y bajan hasta mecer con brisa cálida árboles de hojas en blanco, borradas y vivas sólo en el recuerdo. Su intenso calor deshace la helada escarcha que abrazaba las palabras de cariño que ya nadie quiso oír. ¿Por qué necesitábamos decirlas? ¿Por qué necesitábamos tanto las respuestas?
El sol sabe que tiene que ser faro en la carrera asfaltada de indiferencia y prisa. Alumbrar cloacas de violencia, basura de altivos egoístas, entre esquinas de odio y rincones de oculto poder. Posar una luz en calles por donde desfila confuso el dolor, donde aguardan en las aceras los incomprendidos y abandonados su chispa de calor y fuerza.
El sol es regalo, milagro y certeza en un horizonte de incertidumbre. Y sabe que sólo puede transmitir su luz quien antes ha conocido la oscuridad.

viernes, 27 de julio de 2012

"Tú también"


                                                                                        Relato escrito junto a Ricardo @Avisnigra67

El sonido de la campanilla del juez repicó de nuevo por tercer día consecutivo. Hasta ahora, las sesiones habían sido profundamente aburridas, salpicadas de verborrea procesal. Nada más que cuestiones previas formuladas por el fiscal y la defensa sin entrar a fondo en los hechos. Desde los bancos del público, esperaba con ansia su momento. Guiñó coqueta al policía de la sala que le ayudaría sin saberlo y vio cómo los agentes sentaban a la asesina en el banquillo junto al resto de los que mataron a su padre. Tendría que ser rápida, pero había calculado cuidadosamente todos sus movimientos.
Había comprobado que el agente se quedaba embobado cuando ella aparecía en la sala, con la mirada fija en sus contundentes caderas. Sabía que se sentaría de espaldas al público en el banquillo de los acusados, con los rizos desplegados ocultando la nuca donde le dispararía un solo tiro. Aprovecharía el ensimismamiento del policía que estaba a su lado para cogerle la pistola. Sólo tendría ese instante, esa oportunidad, y graves consecuencias. Lo sabía. Pero estaba harta de mentiras y concesiones, cansada de verdades disfrazadas de palabrería humanitaria, enfurecida por los paños calientes para los asesinos y el consuelo condescendiente para las víctimas.
Quería venganza a toda costa porque la vida, la que valía la pena vivir, ya se le fue junto a su padre aquella fatídica tarde en la que él y sus compañeros de armas quedaron sobre el negro asfalto. Desde aquel día en su mente sólo había humo espeso, cristales rotos, metralla y toda aquella sangre vertida… 
Todo ocurrió con sorprendente facilidad. Lo que acaba de hacer lo había imaginado mil veces, continua, intensamente, atendiendo a todos los detalles, todas las variantes, plena y conscientemente. Su mano sujetaba al fin la Heckler&Koch de nueve milímetros del policía nacional que pocos segundos antes había estado a su lado y que ahora volvía a ponerse en pie tras el inesperado empujón recibido. El rostro del policía desencajado por el pánico y sorpresa se unió al todos los presentes en la sala. Había conseguido ganar algo de espacio a su alrededor y disponía de una línea de tiro clara. Con su brazo armado y en total extensión, alineó la punta del cañón con la nuca de la asesina de ojos verdes. Era cosa hecha.
La visión periférica de su ojo izquierdo le decía que el agente desarmado se le venía encima en pos de su arma. Esa variante estaba contemplada; “¡Quietos! si alguien se me acerca la mato!” Su imperioso grito surtió el efecto deseado. Sólo necesitaba crear ese natural instante de duda para asegurar el tiro. Porque jamás contempló otra posibilidad.  
Entonces, justo antes de oprimir el gatillo se encontró con el rostro de ella. Contaba con alguna reacción de su presa, también eso lo había previsto; sin embargo esta variante ya no estaba contemplada: unos hermosos ojos verdes la miraban fríamente, resbalando desde la mira del cañón hasta la corredera de la pistola, penetrando a través de sus pupilas hasta sus mismas entrañas: no había atisbo de miedo o estupefacción en ese rostro de cabellos rizados, tan absurdamente bello como inexpresivo.
Tampoco había previsto que pudiera hablarle, con voz clara y serena: Cómo lo estás deseando, ¿verdad?… tú también eres capaz de odiar tanto, ¿lo ves? en nada eres mejor que yo. ¡Hazlo, dispara!”

jueves, 12 de julio de 2012

Hasta que la muerte os separe...


Se respiraba un aire limpio aquella tarde. Inspiró profundamente para absorber la nueva paz y el reposo que su mujer se había ganado tras años de lucha contra la enfermedad. La amaba más que nunca, y por eso mismo, sabía que tenía derecho a descansar sobre un cielo sin tormentas. Abandonó el cementerio apoyado en el hombro de su hijo, más alto que él, más fuerte y sereno, y se preparó para la última rendición. 
Abrió despacio la puerta del cuarto donde su madre dejaba pasar las horas frente a la ventana. La diminuta y encogida figura de cabellos blancos era tan solo un arruinado esbozo de la que años atrás fue una robusta mujer, morena y hermosa, de ojos ardientes y afilados. La madre que siempre le guió con mano férrea y órdenes contundentes, sorteando con brío la miseria de la posguerra, a base de un cariño posesivo y sin concesiones. 
Recordaba la expresión hermética de su rostro cuando le dijo que se había enamorado de una chica. Ana, de mirada viva y sonrisa abierta. Ana, extrovertida y valiente. Ana, gravemente enferma desde la infancia, convivía con el dolor con naturalidad. Cada nuevo aliento era un regalo que celebraba con risa cantarina.
Recordaba que su madre trató de hacerle desistir con interminables argumentos: “Para mi hijo quiero lo mejor y ella no es mujer para ti. Irás de hospital en hospital, serás más enfermero que marido, no podrás tener relaciones, no podrá darte hijos…” Cuando comprobó que aquella pareja estaba por encima de cualquier prohibición, lanzó su sentencia: “Morirá antes que yo. Y yo estaré aquí para verlo.”
Recordaba cuando ambas mujeres se vieron frente a frente, y se desató la tormenta, cuando comenzó la batalla que había durado más de 35 años. En aquella “guerra de guerrillas” familiar se disparaban indirectas evidentes, críticas sutiles o descaradas, y comentarios malintencionados, en medio de una tensión palpable y angustiosa. Como rayos entre una nube negra a punto de descargar sobre cualquier habitación en la que se juntaran. Y todos terminaban empapados y heridos.
Ahora su madre, vencida por la edad, le contemplaba con gesto desvalido y mirada ausente. Y en su boca, las interrogaciones del que ya no sabe dónde está su presente.
- Mamá, Ana ha muerto. La enterramos esta tarde.
- ¿Y quién es Ana?
- Mi mujer, la madre de tu nieto Ángel ¿no la recuerdas, mamá? 
- ¿Y tú quién eres?
Suavemente depositó un beso en la frente de la anciana. Alzó la mano para despedirse de la enfermera que preparaba la medicación y salió a la calle. Un nuevo soplo de aire fresco le devolvió la paz. “Eso es, madre. Así debe ser. Olvidemos batallas de perdedores para recordar sólo un amor invencible.”

jueves, 7 de junio de 2012

El reencuentro


Relato escrito junto a Ricardo @Avisnigra67

Empezaba a clarear mientras dormitaba con los pies sobre la mesa intentando reposar la sangría de la verbena nocturna que le habían obligado a tragar como forastero “ilustre”. El joven guardia civil recién llegado al Puesto se había sentido como la diana perfecta de miradas y cuchicheos. Trató de despejarse con un café con leche y una magdalena convertida casi en engrudo al pasar por su garganta. Rumiaba su maldito destino en aquel pueblucho, mientras su mente volaba hacia una rebanada de pan con manteca colorá.
El sonido del teléfono le apartó de las delicias culinarias de su tierra y una voz entrecortada y ronca le habló algo de unos huesos en una casa. “Bah, voy para allá. Serán de algún animal…”
Un vago olor a podredumbre le revolvió las tripas, aún más. Aquel esqueleto del pasillo era humano, muy humano. El susto le dejó la mente en blanco. “Maldita sea. ¿Y ahora qué? ¿Qué? Algo de un atestado, el forense, claro, y el juez…” Salió con la magdalena avanzando por su esófago y se topó con el alcalde en mitad de la calle. “¿Qué pasó joven? ¿Por qué sale de la casa del Manolo si no vive aquí desde hace diez años o así?”. Mientras intentaba hilvanar una confusa explicación, vio salir de otra casa a una vivaracha anciana de mejillas rojas como manzanas. “Buenas, don Mariano. Hola, majo. ¿Qué pasó?” Le dedicó un guiño especial al aturullado agente. La magdalena amenazaba ya con saltar de su garganta.
El corrillo de vecinos y forasteros de fiesta que les rodeaba había ido en aumento. Casi gritando, el guardia civil intentó restaurar su dignidad y poner orden. ¿Cómo era posible que hubiera un esqueleto allí después de tantos años, un esqueleto que a todas luces tenía que ser el señor Manolo? ¿Cómo nadie se había dado cuenta?
- Mire usté, majo –dijo la anciana limpiándose las manos sobre el mandil- el Manolo era muy suyo. Todo el día en el campo y a su aire. Y dos no hablan si uno no quiere, o algo así, dice el refrán. Y aquí también somos muy nuestros. Y si alguien no quiere dar explicaciones, no las pedimos. Y a otra cosa, mariposa. Y aquí paz y después gloria. Cada vez se va más gente del pueblo. Sólo quedamos cuatro gatos y mal repartidos. Pero somos buena gente, joven, no vaya usté a pensar. Mi marido y yo guardamos al chucho del Manolo cuando lo vimos atado a la puerta de la casa, muertico de hambre. Y eso que no nos sirvió para cuidar a las ovejas. No ladra, fíjese qué raro. Un perro mudo. Ahora ya es tan viejico como nosotros, una buena compañía.
 Como si hubiera estado atento a la llamada, el perro sin nombre avanzó lento, muy despacio, y atravesó la puerta frente a la que durante tantos días gimió sin respuesta. Un largo lamento de pena resonó al mediodía, y acalló de súbito todas las voces.
El primer lamento sincero por Manolo llegaba del único amigo que tuvo en vida. Después, el viejo can se tumbó en el suelo con la cabeza muy cerca de cráneo del muerto, con la mirada fija en él, inmóvil. Durante unos instantes nadie habló, y se instaló una suerte de silencio de velatorio en el que nadie osó acercarse ni al animal ni al muerto.
- Quizás habría que llevarse de aquí al perro… - comentó al fin el alcalde, dirigiendo su mirada al representante de la autoridad.
- Por el momento no lo creo necesario, el pobre animal al fin y al cabo parece tener claro que se ha reencontrado con su dueño, y por lo que se ve, él sí lo echaba en falta ¿no les parece? - Quizás fuera por su acento andaluz, pero para muchos de los presentes el tono de voz del agente parecía haber apuntado un cierto deje de sorna. Sin embargo, nadie dijo nada. 
Poco a poco las voces volvían a surgir en el heterogéneo grupo, aunque mucho más atemperadas.
- A ver, aquí no tienen nada que hacer; hagan todos el favor, vuelvan cada uno a lo suyo. – La magdalena definitivamente se había asentado en el estómago del joven guardia. Más sereno, reparó en que alguno de ellos tuvo que ser quien le llamase después de encontrar el cuerpo. Pero, poco a poco. Ya habría tiempo de cuadrar preguntas y respuestas. 
- Don Mariano, ¿quiere usted ayudar? ¿puede quedarse en la puerta y me impide que entre nadie? Y usted, señora -dijo dirigiéndose a la anciana - usted que conocía al muerto, ¿puede venir conmigo adentro un momento? Voy a hacer un primer registro visual.
El agente y la mujer penetraron en la rancia atmósfera de la casa. Avanzando por el pasillo en penumbra, dejaron atrás la esquelética figura inerte acompañada por el perro hasta llegar a comedor. Allá donde se posaban sus ojos sólo había una abandonada y densa suciedad, oscura y polvorienta que cubría los escasos muebles de la estancia. Se hallaban en una cápsula del tiempo, de un tiempo ya muerto y congelado, donde todo indicaba que la felicidad nunca  tuvo demasiada cabida. Sobre una mugrienta mesita redonda apareció un diario doblado con las últimas noticias que Manolo conoció: la apergaminada portada mostraba la humeante zona cero de Nueva York. Justo debajo asomaba lo que parecía una roñosa carpetilla blanca. Quizás se tratase de un documento identificativo.
El guardia tiró de la esquina que sobresalía y la tomó en sus manos. Resultó ser una cartilla veterinaria. En la primera página se relacionaban los datos de un perro. El guardia levantó la vista por un instante hacia el viejo animal que seguía inmóvil en medio del pasillo, ajeno en su velatorio de los huesos del muerto. Volvió los ojos al documento:
Fecha de nacimiento: Indeterminada
Raza: Mestizo común
Nombre: “Cotufo”- leyó en voz alta el joven guardia.
En ese momento, desde fondo del pasillo, el viejo can alzó primero la cabeza hacia el guardia, después se incorporó y a continuación, echó a andar con un trote asombrosamente ligero para su edad. Atravesó el pasillo hasta plantarse ante los pies del hombre y sentándose de nuevo sobre sus cuartos traseros prorrumpió en un ronco y breve ladrido, poniendo fin así su largo silencio de diez años. El guardia no pudo reprimir poner su mano sobre la cabeza del animal, que mantenía sus ojos brillantes, fijos en él. Para Cotufo todo volvía a estar bien: Al menos había vuelto a casa y había recuperado su nombre.

miércoles, 30 de mayo de 2012

"El mundo se derrumba..."


No es una pregunta ni una duda. En la voz de Ilsa suena el lamento de un hecho consumado y amenazado por un futuro incierto: “El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos”. Tal vez si Michael Curtiz hubiera colocado en este punto el “the end” de Casablanca, los soñadores hubiéramos imaginado que ese era el comienzo de un gran amor, luchador y sólido ante la adversidad, única y verdadera fortaleza que resiste en pie cuando todo se desmorona. Otros hubieran pensado que de poco sirve a los ilusos cantar versos y deshojar margaritas cuando la guerra, la miseria y el horror presiden la vida. Posiblemente argumentarían que las preocupaciones no entienden de ternura, que las cuentas vacías no cuadran con el cariño, y que el hambre asciende desde el estómago al corazón hasta ocupar todo su espacio.
Los malos tiempos dejan a muchos sin tiempo para el amor. Extienden a su alrededor desiertos de soledad donde ocultar que son vulnerables a una lágrima, a un rechazo, a un adiós. Saben que son víctimas de su silencio y su prisa, apagando luces a su paso, para no alcanzar un porvenir de oscuridad. Algunos ascienden muchos peldaños para separase de sus sentimientos. Yo solo sé que siento amor cuando desciendo por esas escaleras. Me alimentan las sonrisas y me conformo con acariciar con la mirada. Sé que aunque el orgullo me haga gritar un “no me importa” y me obligue a vestir de indiferencia, tendría que volver a nacer para no abrir puertas a los que vendrán y se marcharán, dejando una brisa cálida en el cuello o un viento gélido en la espalda, con rescoldos en cenizas de cariño que nunca se extinguirán.
Los soñadores ilusos también pisamos una realidad donde el amor es la fuerza que todo lo sostiene. Amor con sus miles de etiquetas dispuestas para romperlas y sentirlo sin más, amor por todo y por todos, con casi cien latidos de corazón por minuto y a través un millón de poros en la piel. Cifras que también cuentan y pobre del que no las sepa utilizar. 
Quizá hoy Ilsa tendría que decirle a Rick: “Necesitamos enamorarnos, porque el mundo se derrumba”

miércoles, 16 de mayo de 2012

Escribo...


Escribo para tocarte… con las yemas de los dedos rozar tu corazón, rodearte de letras en un abrazo entre palabras. Unir caricias que asciendan por tu espalda y se detengan en tu nuca. Rescatar palabras perdidas que desenreden tu pelo suave y abran tus labios en un suspiro. Estiro las manos sobre las teclas para notar tu presencia al otro lado y dejarlas un instante sobre tu mejilla.
Escribo para sumar tu nombre al mío, sellarlo para siempre en un mensaje oculto, íntimo y al viento. Quiero enlazar adjetivos con aroma a lavanda y sabor a mar, con el aliento dulce de los amantes que agotaron la noche y vieron su mejor amanecer.  Escribo para conjugar verbos de imposibles y convertirlos en reales, como en mis sueños, con la forma de mis letras, la extensión de mis frases y sin punto y final.
Por ti y por mí, escribo. Para agitarte, estremecerte, sentirte, vibrar juntos y palpitar más allá de lo mísero y lo cotidiano. Porque lo necesito, porque te necesito.
Escribo con la secreta intención, con la ingenua ilusión, con el eterno objetivo de que, tal vez, al leerme, sonrías…