domingo, 31 de julio de 2011

La belleza del silencio

Respiró profundamente y se sintió el rey de todo cuanto abarcaba la vista. Ni siquiera el sol se atrevía a asomar todavía en la gran playa vacía y la belleza del silencio invitaba a olvidar el desasosiego cotidiano. Dejaba atrás un año difícil, de ruidos ensordecedores, con el alma agotada y el corazón dolorido. La tenue luz protegía su soledad y el mar rugía quedamente, mientras avanzaba observando la multitud de huellas en la arena.  
Sin darse cuenta se encontró siguiendo la interminable linea de pisadas que se extendía frente a él. Algunas se fundían calladas y otras resaltaban con sonido propio. Unas diminutas pisadas traían voces infantiles: un niño de flequillo rebelde construía un castillo, mientras su hermana le perseguía con la pala, destrozando entre risas la ilusión de su gran obra. Más allá, se oían juegos de adolescente; huellas revueltas que se confundían con los coros improvisados en torno la guitarra que rasgaba uno de ellos. Apartado del bullicio juvenil, se escuchaba el intenso gemido de una joven que clavaba el talón de su pie en la arena, impulsado por el ascenso de unos dedos por su espalda y el recorrido de una lengua cariñosa hasta su nuca.
Más leves y suaves aparecían las marcas de dos pies solitarios que se alejaban sin destino. ¿Dónde estabas cuando tanto te necesité?, cantaba El Último de la Fila. Dolor y abandono, melodía triste de violín en sus oídos y ecos de canciones en la nostalgia. Un grito de impotencia ascendía de aquella otra huella con forma de fracaso; una carcajada liberadora de esa otra; un aullido de alegría tras el éxito luchado; el susurro de las caricias de la mujer que bailaba en sus sueños; rastros de amor, granos de felicidad construyendo la cima de tantas montañas…
Cientos de sonidos subieron por su piel mezclados con el rumor de las olas hasta inundar su corazón vacío. ¿Eran reales? Miró sus pies, cubiertos por la fina arena morena, y sintió que nada podía ser imaginario. Todas las voces, todos los sonidos estaban vivos, pertenecían a otros y a sí mismo, a la banda sonora de cada vida, a los que pisaron antes, a los que lo harán hoy, y a los que dejarán sus huellas mañana. Sonrió y aspiró feliz la brisa que traía los ecos de su interior, de su compañía en soledad. Y entonces pudo disfrutar, de verdad, de la belleza de aquel “silencio”.


(“En la soledad no se encuentra más que lo que a la soledad se lleva.- Juan Ramón Jiménez”)

(Gracias a @Avisnigra67)

martes, 12 de julio de 2011

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Sonaba reconfortante aquella voz entre los gruesos muros del templo, aislado del calor de la tarde, decorado para alejar la realidad y sumergirse en el lujo de una ansiada serenidad. “El Amor es Uno, Universal, Infinito…”, la remilgada voz del sacerdote adquiría intensidad y convicción a medida que desgranaba su pretendida verdad divina. Ella lo escuchaba con una tímida esperanza, mientras posaba la mano en el vientre, y se dejaba llevar por los juegos del sol en las vidrieras de colores.
Sonaba inmensa esa definición del Amor, el ideal de un sentimiento sin límites, hasta que el tono de aquella voz se convirtió en tajante y amenazador, al tiempo que colocaba sus correspondientes etiquetas: amor a Dios, al marido, al hermano, al amigo, a los padres, a hombres y mujeres en general, a distintos tipos de personas en particular… Categorías, divisiones y subdivisiones en una larga cadena, con sus correspondientes pecados, asociados a un “te quiero” susurrado a la persona inadecuada, a un beso manchado de culpa, a un abrazo tachado de prohibido.
Amor transformado en agravio a aquel Dios y a tantas otras divinidades, siempre todopoderosas. Amor o símbolo de poder, deformado al paso de los siglos por aspirantes a dioses que añadieron sus propias categorías. Amor humano, encarcelado en palabras para ser moldeado y manejado, consciente o inconscientemente, por todos. Amor domado que culmina tantas veces en traición, recriminaciones, venganza, celos… Y el dolor, como último eslabón de la cadena.
Con una mirada al sol que dejaba sus últimos destellos de tarde en las vidrieras, se levantó y sus pasos resonaron firmes por el pasillo, impulsados por las suaves patadas que su pequeño le daba dentro del vientre. Nunca serás hijo del pecado, pensó, nadie te pondrá, ni nos pondrá etiquetas… Del Amor sólo debe nacer felicidad, nunca una condena, sólo libertad.