jueves, 26 de junio de 2014

No me culpes...




Me miras, acusas y me condenas. Dices que no te quise en realidad, que solo al principio supe hacerlo, que al final te abandoné. No me culpes si el amor primero huyó y se cansaron las palabras y se agotaron los besos. No me culpes si la piel se acostumbró, si las palabras se repitieron, si los labios dejaron de probar sabores nuevos.

Juzgas y me condenas. Apelo a tu memoria. Recuerda. Te di lo que tenía: el primer impulso al verte, la nueva pasión al conocerte, el deseo de tocarte el corazón una y otra vez. El mismo amor insistía; era el mío, el que no sabía inventar otro; sólo hacer y darse siempre igual. Pasó de joven a viejo con las mismas palabras, las únicas que conocía. No me culpes si no supe hallar otras nuevas.

Confieso mi ignorancia. No adiviné  que tu deseo se anticipaba y pedía más, mudo e impaciente. Nunca supe la eternidad de tus noches de espera, ni de tus lágrimas al amanecer. No supe el esfuerzo que hiciste para entregarte a mí, a tu modo, sin tiempo. No me culpes si no reconocí las señales que debía intuir. Mi mano en tu espalda recorría el camino conocido, mientras tus ojos ya habían emprendido otro distinto. Tu silencio me ganó y en él me perdí.

¿Quién tiene la culpa? Al principio escribimos compromisos sin tinta, pactos solemnes, claves privadas, obligaciones mutuas que dejamos de cumplir. Se van hacia el viento al abrir la ventana y renovar el aire, al despedir cada día y abrazar la noche. Tu mirada era un grito silencioso; mi ceguera fue infinita.

Los principios se borran y se olvidan, rehenes de la costumbre y la prisa, de la desmemoria y el cansancio. Nuestro amor fue como el de todos los que se someten a él: previsible, reconocible y vulgar, como lo son todos los amores desde el principio de los tiempos. Pecado común.


No me culpes si ahora, al final, deseo volver al principio…



viernes, 20 de junio de 2014

Un poema tras la puerta



Te dejé un poema tras la puerta. Esperando.
Tenía voces y luces y susurros desesperados, suplicantes.

Al tocar la primera palabra, expectante y tímida,
al presionar el cerrojo, celoso protector,
giraría la llave con todas las letras en orden, mudas y plenas,
al unir las sílabas, poco a poco, crecería el verbo, el grito vivo, 
que esperaba traspasar el dintel con su fuerza tras el umbral.

Pero tu mano no alcanzó la llave, ni abrió la puerta,
ni se acercó a su secreto, ni intentó entenderlo.
Nadie te ayudó a limpiar las telarañas del miedo,
las que con un soplo de valor se van,
las que temen al coraje del que mira sin dudar.

Pensaste que era viejo el misterio, conocido enemigo
que encerrado viviría, que el tiempo lo cubriría
y el olvido mataría la llave, la puerta, el amor y el mensaje.

A veces suena su metal con el viento, 
cruje su piel de madera, chirría su eco silenciado
y se remueve el poema con sus palabras antiguas,
humildes aspirantes, leales amigas, fieles moribundas
que sueñan una resurrección en tu alma.

Aún espera el poema, más allá de ti. Y siempre frente a ti. 
La llave ante tu mano, el tiempo detenido, la espera final,
y el amor atento reclamando libertad. 



martes, 10 de junio de 2014

La dedicatoria

El escritor se concedió un minuto para pensar. Ni uno más. Solo sesenta segundos para no impacientar a la mujer que aguardaba la firma de su libro al otro lado de la mesa y, tras ella, algunos más dispuestos en una alborotada fila. ¿Qué haría? Resopló. ¿Qué le pondría? Algo original. Nada cursi ni manido; algo elegante y sobrio, amable y agradecido. Su sello, un recuerdo que guardara para siempre. Con todos quería que fuera así, por eso dudaba con cada uno. Algo de él, sincero, como todo lo que ofrecía atrapado en el papel, como todo lo que se escapaba de su esfuerzo diario, humilde en sus pequeños triunfos en negras letras de molde. Ahora tenía que ser a pulso, con la forma de sus manos, dibujando palabras con tinta. Otro arte distinto, más íntimo y personal. Y diez segundos menos.

Alisó la página del libro y estiró la mano. Se miró los dedos con detenimiento, como si no los reconociera, repasó el pulido corte de las uñas y apretó el bolígrafo con fuerza. Soltó un rápido suspiro y elevó los ojos hacia la mujer, intentando calibrar su capacidad de espera. Parecía infinita... Morena, serena, silenciosa, sonriente. Curioso, su rostro le resultaba familiar, pero ¿de qué?. Giró la vista hacia el cielo que amenazaba con cubrirse de nubes plomizas. Mejor, hace demasiado calor; que llueva y refresque, pensó. Tenía la camisa pegada a la espalda y notaba el cansancio acumulado en dos horas de saludos e inmovilidad obligada.

Céntrate, veinte segundos menos. Aferró de nuevo el bolígrafo que se había deslizado, lánguido, entre el pulgar y el índice y se subió decidido la manga de la camisa. Vamos allá, ¿qué le pongo? Un par de chicos reían en la fila mientras uno le daba al otro palmaditas en la espalda. El gesto sirvió para acercarle la ilusión de un soplo de brisa fresca.  

Respiró y contó. Treinta segundos del tamaño de una eternidad. Sintió sobre la nuca el peso de su mirada y, de reojo, repasó de nuevo su rostro. Esos rasgos le resultaban tan comunes y familiares… La mujer bajó la cabeza ligeramente para animarle y acentuó la sonrisa. Plácida, imperturbable, firme. Como la de aquella gran maestra que le enseñó a garabatear las primeras letras en un cuaderno milimetrado. ¿Sería ella? No, imposible. Demasiado joven. Sus ojos parecían pardos con aquella luz de sol y sombra, surcados de ligeras arrugas. Una edad indefinible para una mujer. Y cambian tanto con el maquillaje y el peinado, con la vida y sus marcas… Podría ser una vecina de hace tiempo, una amiga de su madre o de su mujer, una antigua compañera de trabajo o de estudios, incluso una novia olvidada de la infancia. ¿Cómo es que había tantas posibilidades? Si la conociera, la dedicatoria tendría que ser aún más especial. ¿Pero cómo iba a saberlo?

Se acabó. Fin del minuto. Tendría que preguntarle, pero no se atrevía. Vio cientos de rostros de mujer atravesando a toda velocidad por su mente, sin distinguir ninguno. ¿A cuántas había conocido? ¿A tantas? Se sintió vencido, perdido y confuso. Y solo se le apareció una palabra con claridad. Escribió:

“Gracias”

Ella abrió pausadamente las manos para recoger el libro. Leyó sin prisas la dedicatoria, se recreó en la palabra y, con un guiño de comprensión, le preguntó:

—¿Me has reconocido?

Sintió la tentación de mentir. Decirle que sí, darle un par de besos y despedirse. Seguramente no la volvería a ver. Pero no. Se aclaró la garganta y decidió ser sincero, tal como era. Envolvió su respuesta en una amplia, acogedora y espléndida sonrisa, tal como siempre, y extendió la mano para estrechar la de la mujer.

—Ejem… No. Lo siento, discúlpeme, hubiera querido decirle más... Usted es…

—Tu lectora, una más y nada más que eso. Yo también estuve perdida, como tú ahora mientras intentabas descubrir quién era. Y te encontré. Lo que me has dicho es suficiente. Entre nosotros, lo es todo.




Y esa mano amiga que firma y escribe, que trabaja incansable y honesta, que transmite entusiasmo, cordialidad y cariño;  esa mano que se mueve siempre con lealtad canina y ahora tiene huellas de pasión felina, es de Javier Sanz @jsanz. Para ti, esta dedicatoria. 

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