jueves, 16 de enero de 2014

Todo en la vida tiene su moraleja...




Alguien dijo -o lo soñé-
que todo en la vida tiene su moraleja.

Cada paso que damos nos enseña -tal vez-
lo que no debemos de nuevo hacer.
Cada persona que se aleja
nos muestra otro camino que no fue.
Cada dolor que sentimos nos deja
el alma precavida y el corazón con sed.

Alguien pensó -puede ser-
que las piedras son maestras sabias
y los errores, amigos leales,
aliados del tiempo, la esperanza y la fe. 

Alguien -no sé quién-
nos condenó a crecer entre espinas
oliendo la rosa y curando sus heridas,
por senderos de causa y efecto
y fosas de inquietante desaliento, 
donde los dados se lanzan solos
vuelan hacia la muerte,
giran desde el olvido hasta la tristeza
y nos dejan caer -otra vez- 
en las juguetonas manos del abismo.

Pobre perdedor aquel
que no aprendió las reglas del peligro.

Alguien debió pensar y no olvidar -bien lo sé-
que siempre seremos aprendices,
que las consecuencias -antes o después-
son mudas e inútiles,
y el dolor silente
y la miseria ciega
y el fracaso amargo,
que es demasiado precio 
para tan poca vida,
elevado peaje para tanta injusticia,
alto pago para demasiados días,
de lecciones sin avisar, sin razón, 
de enseñanzas sin consuelo ni valor. 

Ahora creo que no quiero saber.

No más piedras sordas ni cartas marcadas,
no más maestros aquí o allá,
no más que una flor, tu sonrisa y un amanecer.
No más escarmientos, avisos o advertencias,
basta de moralejas que no hacen falta.

Sólo quiero -esta vez-
que la vida me deje para aprender
una posdata: 

"Te quiero"


lunes, 13 de enero de 2014

Mirada clara


Las sábanas están frías pero todavía guardan algo de la humedad que transmitía su cuerpo. Al pasar la mano, aún noto algo de calidez aquí, justo donde descansaba su espalda. Muevo la almohada y mi nariz se impregna de un suave aroma dulzón a jabón y sudor. Así olía cada mañana cuando se levantaba de la cama soltando un bufido, antes de dirigirse al cuarto de baño y frotarse pelo por pelo, de la cabeza a los pies, hasta quedarse impecable. Entonces el olor a jabón se mezclaba con la colonia que usaba desde que su madre le regaló el primer bote, grande y cuadrado, a los 16 años. Desde ese día, anunciaba su presencia un aroma pegajoso a hierbas secas y madera quemada.

Avanzo por el silencioso pasillo, oyendo sólo mis pasos, y todavía percibo ese perfume rancio que dejaba al pasar; lo noto adherido a los muebles, pegado a las paredes y a los pocos cuadros que cuelgan de ellas. Toco uno de ellos por el borde del marco rugoso y paso la palma de la mano por su centro. Hay algo dentro, supongo, pero lo siento vacío. Como esta casa, como esta calle…

Vendrán pronto, creo, pero no quiero apresurarme. Me dijeron que guardara en una maleta todas mis cosas y así lo hice esta mañana al levantarme. Tardé poco tiempo en doblar dos vestidos de verano y dos de invierno; dos camisones, una chaqueta de punto y un abrigo de lana. No encontré nada más en el armario, salvo algunos trapos viejos desgastados por la lejía que prefiero dejar. El resto lo llevo todo conmigo: lo que no quiero olvidar.

Quiero esperarles aquí, sentada en mi mecedora junto a la ventana pegada a la calle. Antes podía contar los pasos que se arrastraban cansados por la tarde o que avanzaban ligeros sobre el empedrado después de que cantara el gallo y estallara el bullicio de vecinos y animales. Ahora nada se escucha fuera. Tras la ventana, el silencio es la medida de los días y el sol es el reloj de mis horas dentro. Siento que va llegando su calor de mediodía porque estiro los pies y me cubre la punta de las zapatillas. Lo noto en los dedos helados que, por fin, puedo comenzar a mover; sé que tendré que esperar todavía un poco más hasta que ascienda por las piernas y consiga bañarme entera. El abrazo del sol; nunca conocí nada mejor.

Oigo unos pasos… son de una mujer… con tacones. Contundentes, sonoros y rotundos. Deben ser ellos…

“Pasa, Sergio, la puerta está abierta. Tenemos que cerrar todos los trámites de este caso lo antes posible. Ya sabes que el cadáver del titular de la vivienda, Fernando Gómez Rojas, está todavía en el Instituto Anatómico Forense pendiente de los resultados de la autopsia. No tenía familiares vivos o, al menos, no los hemos localizado hasta ahora. De modo que su única heredera sería esta mujer que vivía aquí, aunque tampoco hemos conseguido averiguar la relación de parentesco o de otro tipo que había entre ellos. En el registro no encontramos ninguna documentación que pueda arrojar alguna luz y no podemos interrogar a conocidos o vecinos del fallecido porque esta calle, y el pueblo entero, es un cementerio desierto. Es increíble que pudieran vivir aquí, alejados de todo, sin nadie alrededor. Tan solitarios… Quedan muchos cabos sueltos que atar todavía. ¿Lo has entendido?”

La mujer habla con la misma fuerza y energía que camina, aunque parece sorprendida por todo. No entiende. Yo tampoco. En eso somos iguales, podríamos ser hermanas si no fuera porque yo jamás usaría esos tacones que ensordecen y rompen el suelo al pasar. No debería golpearse nada, nunca, y menos la tierra que nos sostiene.

“Sí, entiendo. Pero es evidente que ella tendrá las respuestas. ¿No la habéis interrogado ya?”

Ahora habla un hombre de suave, dulce voz. Es hueca y profunda como el pozo en el que metía la mano de pequeña y nunca llegaba a tocar el fondo. Me gustaba sentir el frescor en la piel, el tacto del agua ligera, flexible y sutil. Pero, sobre todo, me emocionaba la promesa que escondía…

“Lo intentamos, pero ella se negó a contestar. Se quedó al lado del cuerpo del hombre sin decir una palabra hasta que se lo llevaron. Mírala. Está ahí sentada en silencio. No se mueve, ni siquiera pestañea. No sé si estará bien, ya me entiendes… Tal vez tengamos que recurrir a los Servicios Sociales para que se hagan cargo de ella. Aquí no se puede quedar.”

La mujer está decidiendo mi destino, el futuro que siempre eligen otros por mí. Mis padres decidieron que viniera a esta casa con él y ellos se fueron, nunca supe por qué ni adónde. Él decidió que me quedara en el cuarto del rincón, al lado de la cocina, durmiendo sola mientras oía cómo subía las escaleras hasta su habitación todas las noches. Él decidió comprarme esta mecedora y que me quedara sentada en ella todos los días, salvo la hora en que podía salir a recorrer la calle, todas las tardes a las cinco en punto. Arriba y abajo, un paso tras otro hasta el final y vuelta a empezar. Le ponía nombre a las piedras que notaba bajo mis pies y, a veces, hablaba con ellas para contarles mis pocas cosas y mis muchos sentimientos. Siempre quise avanzar unos pasos más allá…

Noto cerca una presencia. Se acerca sin hacer ruido, así que debe ser el hombre de voz profunda. Me tapa su sombra y su aliento me inunda. Es cálido, como el sol.

Hola, ¿cómo estás? Supongo que lo ocurrido ha tenido que ser difícil para ti. Vivías con ese hombre desde hace tiempo, ¿verdad? No te preocupes, estamos aquí para ayudarte… ¿Cuál es tu nombre?

—Me llamaba Clara.

—Bien, escucha Clara… Tenemos que saber qué relación tenías con ese hombre para saber si eres o no la heredera de sus bienes y tu situación legal. Además, todavía no se han esclarecido las razones de su muerte. Tememos que pudo haber sido envenenado…

—Vivía aquí con él. Nada más.

—¿Nada más? ¿Seguro? ¿No estabais casados o viviendo en pareja?

—Él estaba en la casa y yo también. Yo dormía aquí abajo y él arriba. Me ponía la comida en la mesa y me daba ropa. Yo le oía, le olía y le sentía, pero él nunca me tocó. Puede que me mirara, pero no me veía…

—¿Cómo es posible? Me cuesta creer algo así… Eres una mujer joven, bonita… Bueno, dejemos eso por el momento. ¿Sabes qué hizo la noche de su muerte?

—Llegó más tarde de lo normal, estuvo un rato en la cocina y después subió a su habitación. A dormir, supongo.

—¿Sabes si comió o bebió algo?

No me da tiempo a responder. Oigo de nuevo los tacones. La mujer regresa decidida y enérgica, tanto que noto como irradia por los poros el empalagoso perfume floral y exótico que la envuelve.

—Algo tiene que saber, Sergio. Ella estaba aquí esa noche… Me acaban de confirmar que tenía una elevada cantidad de alcohol en sangre, además de otra sustancia tóxica que podría ser algún tipo de colonia masculina. ¿Cómo es posible que bebiera semejante mezcla? ¡Que lo aclare! Espero que no tengamos que llevárnosla detenida…

Los tacones se alejan. Vuelvo a sentir sólo la presencia de él sobre mi rostro. Creo que me está mirando fijamente. Buscará respuestas, pero para hallarlas deberá ver dentro. Como en todo…

—El frasco de colonia estaba roto. Yo sólo vacié el resto del líquido en un vaso para que no se derramara del todo. Lo dejé en la cocina.

—¿Entonces se confundió y lo bebió como si fuera otro whisky? ¿Sabías que eso podría pasar? Que llegara borracho y se confundiera… Sabes que son del mismo color… Si te ignoraba, si te tenía casi encarcelada, es comprensible que quisieras librarte de él.

Tiene sospechas en la voz que le tiembla ligeramente; duda de mí. Se queda en silencio y desearía que no lo hiciera. A pesar del interrogatorio, quiero seguir escuchando su tono suave y su timbre cálido. Se acerca más y noto que mueve la mano frente a mi cara…

—¡Clara, mírame! ¿Puedes verme?

—Lo estoy haciendo…

—No, no puedes. ¡Eres ciega! ¿Cómo no me he dado cuenta antes? Esos ojos tan intensos y oscuros confunden…

—Yo veo claro. No conozco otra luz que la oscuridad, pero puedo ver el color de un aroma en la piel. Y puedo sentir el tacto de las voces que acarician o tiemblan. Nunca he cerrado los sentidos, están tan abiertos como mi soledad de siempre. Tengo en la memoria sensaciones infinitas de esa calle y esta casa. De lo que él me hizo y de todo lo que quedó en suspenso, como las palabras reconfortantes que jamás me llegaron de su boca. Ahora que ha muerto, sé que me legó su silencio para que yo lo reconstruyera con nuevas sensaciones. La soledad es la única que deja ver algo en medio de la nada. Ese ha sido mi mayor privilegio y mi triunfo. Tal vez nunca llegue a saber del todo quién soy, pero quiero seguir siendo Clara…

Lo noto ahora a mis pies, por fin, sin dudas. Rendido y tal vez admirado. Pero, sobre todo, siento su calor de sol atravesándome la piel y templando mi cuerpo, como en un abrazo. Suspira...


—Yo también quiero ver, Clara. Enséñame a mirar como tú…




martes, 7 de enero de 2014

Uno de los otros...




Ahora lo sé. Son los otros, siempre lo son. Podría contarlos uno por uno como a los barrotes de este calabozo donde pasaré la noche. Ponerles nombres y caras, fechas y lugares. Fueron los otros los que me empujaron hasta aquí. Siempre lo son.

Todos hablan y hablan del destino, de la suerte y del azar; claman a dioses y demonios que ponen como modelos o como dianas para lanzarles dardos cuando las cosas se tuercen. La culpa no es de nadie cuando se reparte y nadie la reconoce. Lo sé desde que era pequeño, desde que les oía en misa, en el colegio, en el barrio, en la casa donde cenábamos acelgas como menú de lujo. Aquel despojo agotado de trabajar que fue mi padre hablaba de hacerse un hombre y, antes que él, mi abuelo proclamaba, mientras le atizaba con el cinturón, que había que luchar por uno mismo para ganarse el pan de cada día. Fue lo que aprendí y lo que intenté hacer. 

No elegí a mi abuelo, ni a mi padre, ni al hermano que se burlaba de mis piernas cortas y mi talante pacífico. Brillaba en sus ojos la envidia de su espíritu inconformista, asqueado de su pobre existencia. No elegí la tristeza permanente de mi madre ni la enfermedad que la devoró en seis meses, dejándonos con un estropajo que jamás supimos usar y una soledad ningún hombre sabe arropar.

Crecí y estudié. Intenté ignorar a los vagos que me detenían y a los mentirosos que me rodeaban. Me esforcé y luché. Tenía mi honrado trabajo como orgullo y mi mullido sofá como refugio. La tenía a ella y a mi hijo. Esquivé al amigo que fundió parte de mis ahorros en quemarse el cuerpo con drogas y olvidé a aquel que trató de engañarme con un negocio que le obligó a desaparecer del mapa. 

Soporté al atildado y pedante director de la sucursal que jamás dio crédito a mis modestos sueños. “La crisis, Julián, ya sabes. Antes por unos, ahora por éstos. Todo es culpa de la maldita crisis, de los que gobiernan aquí, allí, y de la alemana que está en todas partes…” Siempre se creyó con chispa.

Mastiqué mi orgullo, agrio y doloroso, y callé ante el dueño del taller que me negaba un aumento de sueldo año tras año, mientras me prometía un ascenso que, al final, nunca llegó porque ya era demasiado viejo.

Y a viejo he llegado sin ella, la que al final me dejó un domingo por la tarde para irse donde alguien la entendiera o la atendiera, vaya usted a saber… La dejé marchar y giré la cabeza hacia un lado para no ver su compasión y el aire a desprecio que flotó después. Giré la cabeza hacia el otro, cuando mi hijo siguió sus pasos y me quedé, hundido, en mi mullido, desgastado e inútil sofá.  

Esta mañana recorrí el camino hacia el trabajo, lo único que me quedaba, con mis únicos pensamientos: ¿Qué hice mal? ¿Quién hizo daño a quién? ¿Fui yo o fueron los otros? ¿Quién los puso delante de mí, quién los colocó a mi lado? ¿Mi vida habría sido distinta con otros?... Cuando llegué y me detuve frente al taller donde había pasado 25 años de mi vida, unos operarios estaban colocando un colorido cartel que rezaba: “Hiperchino”. El luminoso y ajado título de “Carpintería Hnos. Martín” reposaba en el suelo de serrín, apagado y triste como una lápida sin flores. Por primera vez en mucho tiempo, sentí placer al encender el mechero y prender fuego a los restos de aquellas maderas que había tallado con mis propias manos. Todo ardió seco y rápido. Fascinado, ni siquiera sentí cómo me esposaban y me traían hasta este calabozo. 

Y ahora, hablando solo, la noche está siendo tan larga…

—¿Julián García? Puede salir. Su hijo ha pagado la fianza —. La voz del policía interrumpió sus pensamientos y sonó como un milagro.

—¿Mi hijo? ¿Está seguro? Eso es que ha regresado… No sabe lo que me emociona, agente… —. El policía sonrió y con una afectuosa palmada en la espalda, añadió:

 —Lo imagino… Me recuerda a mi padre, Julián. Recoja sus cosas, pero deje aquí la ira y la autocompasión. O se convertirá también en uno de los otros...



(Relato publicado para "Las dos Castillas" http://lasdoscastillas.net/)