viernes, 7 de febrero de 2014

Cómo hemos cambiado...


Confieso que muchas veces, cuando te acompañaba a pescar, me entretenía observando tu perfil sereno mientras sostenías la caña con esa paciencia infinita para esperar tu pequeño triunfo. Trataba de adivinar por dónde vagaban tus pensamientos al ritmo calmado del río con la luz de la madrugada y la fuerza del mediodía. Miraba contigo la superficie del agua, tan cambiante, imprevisible y sorprendente como todo lo que nos va ocurriendo sin quererlo, entre brillos y sombras, fugaz y engañosa, hasta intentar traspasarla y ver lo profundo que cubre y nos ahoga. Desde la orilla, con un dedo, removía el agua y después esperaba a que se detuviera, por fin en paz, como tu semblante. Y en ese juego de querer saber sigo ahora, 23 años después de que nos dejaras…

Ahora, para imaginar la realidad, tendrías que mover el dedo por una pantalla. Su luz nos absorbe más que el sol y la mirada fija sólo cambia para trasladarse de una a otra, leyendo un mensaje tras otro, ocultando las mismas soledades de siempre. Todo lo hacemos bajo el mandato de la brevedad y la prisa (esa que tan poco te gustaba) lo que nos convierte en peces deslumbrados siguiendo la corriente, del disfrute al aburrimiento inmediato, en un vano intento de cubrir lo que al final emerge como evidente. 

Tú sabías bien que no sirve decir nada si no se acompaña con la mirada o se arropa con una sonrisa, y ninguna pantalla devuelve una caricia con tacto de piel. Es mayor la ansiedad de desearlo que el logro de comunicación global y sin fronteras que vivimos ahora. Lo tenemos todo para hablarnos, pero nos quedamos tantas veces sin saber qué decirnos. La sinceridad se oculta y nuestras verdades mueren mudas. Y las relaciones se pierden, se diluyen, se abandonan con sólo silenciar un aviso de mensaje. Más efectivo que volver la espalda cuando te cruzabas con un indeseado por la calle, pero mucho menos noble y valiente.

Ahora que todo se mide –palabras, audiencias, deseos-, sería incalculable saber cuántos miedos y mentiras se esconden tras cada pantalla. Nos dicen lo que debemos comprar, vestir, comer; nos analizan lo que debemos sentir, nos recuerdan que debemos sonreír, nos animan con frases lapidarias y nos dan palmaditas en la espalda (virtuales, eso sí); todo controlado y cobrado por unos expertos que inventan cada día nuevas profesiones de  ampulosas denominaciones en inglés. Donde todo es negocio, se esconden tantos intereses tras las palabras. En nuestro castellano de toda la vida, sería decirle a los demás lo que tienen que hacer, ni más ni menos.

Todos, en realidad, nos hemos convertido en “profesionales de la comunicación” o en torpes aspirantes a serlo, opinadores que viven con la mosca detrás de la oreja porque nos sabemos engañados, y vemos lo que otros se callan, mientras unos se comen las uvas de dos en dos y otros de tres en tres, al estilo del Lazarillo.  A toda prisa, una vez más, nos han dejado tragándonos el vértigo de la montaña rusa que llaman crisis, descendiendo entre curvas, mareados por la desesperación. Nos sentimos solos en un mundo donde se ensalza el "yo soy yo", y nos cuesta recordar que los logros se alcanzan “todos a una”, como lo inmortalizó Lope en Fuenteovejuna.

Se compite a golpe de mensaje, con el mismo afán de destacar que tuvimos siempre, ese que nace de la envidia que nunca nos abandona. El mismo que lucíamos en el rellano de la escalera, comentando los chismes de la vecina del quinto, y que ahora se vende y se venera en “prime time”. Políticos y medios de comunicación “ponen en valor” lo que les conviene, en vez de “valorar” lo que importa. Y allí lo dejan, como en una especie de pedestal, donde la verdad tiene que crecer, rebosante, hasta caer por su propio peso.

Tuvimos mucho en estos años, lo ganamos, pero nos quitaron demasiado y nos robaron más. Y no es posible conformarse ahora, ni resignarse a ser feliz como lo eras tú con un trozo de pan con tocino. Quien gozó de algo, quiere lo mismo y más. Estresados y jadeando, corremos cada día, trabajando con sueldo o sin él, con la ansiedad de conseguir un bienestar que se nos escapa o se nos niega. Con el pánico a perder lo ya que tenemos y la necesidad de conseguir lo que aún nos queda, deseando sin parar, inventando nuevos sueños, que generan otras necesidades y más deseos.

Como el propio río, somos inmutables y cambiantes.  En nuestro país de paradojas, somos más altos y estamos mucho más cabreados; seguimos siendo pasionales, orgullosos y sentimentales, arrastrando prejuicios y complejos y ahogándolos en copas de vino o en una ronda de cañas. Los mejores meteorólogos de ascensor y ahora entrenadores en red, capaces de olvidar afectos y lealtades, salvo las que se profesan al equipo de fútbol. Nos moverá siempre el amor, aunque a veces seamos injustos, recibiendo sin dar y dando menos de lo que somos capaces; la única fuerza que tenemos es lo que queremos; lo único que nos mueve y nos salvará, hasta donde lleguemos.

Muevo el dedo por la pantalla y veo a buenas personas en el fondo. Esa es mi confianza y mi esperanza. Y ojalá nacieran más, como tú, tal día como hoy…

A mi padre.