lunes, 7 de marzo de 2016

En ninguna parte...




 No pretendía llegar a ningún sitio: tan solo ir. Quería seguir avanzando sin pensar en un destino concreto, sin tener que elegir algún horizonte conocido. No había parado de deambular hasta que llegó al bosque que desplegaba infinitas ramas rozando el cielo. El sol en su despedida iba dejando motas de luz que salpicaban las hojas y ayudaban al viento a desperdigar chispas doradas. Miró alrededor y respiró paz; casi la sentía con los dedos, tan palpable como el tacto de la hierba que pinchaba suavemente la piel al pasar la mano. Se dejó caer sobre una enorme piedra gris, vestida de verde y ocre. El musgo crecía desde el suelo alfombrado de hierbas finas y rebeldes, cerca de las margaritas pálidas que envidiaban el fulgor rojizo de las amapolas. Contempló las flores silvestres extendidas a sus pies y deseó haber creado un ramillete igual con su paleta de colores. Deseó retener el juego de luz y plasmar sus matices a lo largo de un lienzo inmenso del que emanaría la misma paz que ahora sentía. Ella era una rosa que había crecido con el color de los pétalos que debían arroparla, pero jamás los encontró. Todo hasta aquel momento había sido un cuadro borroso y tétrico, perfilado con dolorosos trazos de inquietud y decepción. La certeza de los colores puros era un regalo tan inesperado como el hallazgo de aquel destino. Tan sorprendente como la dirección de sus pasos, como la intención de sus pies que le guiaron hasta aquel bosque desconocido y mágico, como todo lo vivido que debía olvidar.
Frente a sus ojos, de repente, había aparecido horas antes la estación del tren. No supo cómo llegó allí, ni cómo llegó a estar sentada en un vagón sucio contemplando su rostro en el cristal, pálido y triste frente a la oscuridad de la noche. Habían pasado los años por las mejillas que antes se sonrojaban a la menor oportunidad. Ahora, sin aquella tersura, amparaban unos labios tiernos que no se atrevían a abrirse. Sellados bajo el silencio, con la complicidad de los ojos enmarcados en tortuosos pliegues, tristes, agotados, anhelando un descanso que no eran capaces de intuir.
No sabía el trayecto, ni tampoco le importaba. El tren fue haciendo paradas a lo largo de la noche que pasó en un duermevela inquieto. Sola, hasta que un hombre con la cara tostada y las manos agrietadas de trabajar en el campo, se sentó frente a ella y la observó de reojo, curioso.
—¿Hace buena noche, verdad? —le preguntó, intentando iniciar una conversación.
—Pues sí. No sé… —contestó ella vagamente, sin saber bien lo que estaba diciendo. No quería pensar en palabras, ni siquiera para una charla educada de compromiso.
—Bueno, bueno. Ya veo que no tiene muchas ganas de hablar… ¿No estará enferma, verdad? Si necesita ayuda, no tiene más que decírselo a Julián —añadió el hombre confuso y sorprendido por la indiferencia de ella. —Julián soy yo, claro está… ¿Y usted cómo se llama?
—Rosa, me llamo Rosa… Se lo agradezco… La verdad, no sé cómo estoy…Bien, supongo…
Sus palabras fueron muriendo en la boca mientras las decía. Finalmente, apartó la mirada del rostro de Julián y regresó al laberinto oscuro de sus pensamientos sin poder más.
Julián, pese a sus buenas intenciones, pronto perdió el interés en contemplar a aquella mujer que abría y cerraba los ojos a través de una máscara impasible. Gente de ciudad, quién los entiende, pensó. Se apeó poco después y ella siguió escrutando la noche tras la ventanilla hasta que una fina línea de luz rasgó el horizonte. La grieta en el cielo desgarró los recuerdos que, por un instante, aparecieron nítidos y precisos en su mente, como en una pantalla iluminada por el incipiente sol.  
Rosa no pretendía destruirlo, pero lo hizo. Arrojó su último cuadro con furia desde la ventana aquella noche antes de huir. El lienzo destrozado en la acera; el rostro de él besando el asfalto negro. No volvió la vista atrás. Sabía que la tela quedaría empapada por la persistente lluvia que caía y la pintura acabaría formando parte de los pequeños riachuelos que avanzaban hacia las alcantarillas. Un insólito caudal de color oscuro, bermellón y antracita: rojo y negro en las ropas de su retrato fundido con el blanco roto de su piel.
Era pálida aquella piel de hombre, tanto que parecía no haber recibido nunca la caricia del sol. Era transparente y limpio: un cristal que reflejaba lo que otros exhibían frente a él. La sonrisa dulce, el mentón firme, los rasgos duros, los ojos con destellos de negro charol. Los intensos y profundos contrastes eran la clave de un rostro que ella deseó atrapar nada más verlo.
Lo había visto aparecer en su galería de arte “Rosa Verde” un día de abril. Lo vio pasear con indiferencia entre las obras que ella exponía como si hubiera aparecido por casualidad, por un capricho sin más. Al final, se detuvo ante una escultura colocada en medio del pasillo principal, sobre un pedestal de mármol, que representaba su sufrimiento desde la infancia abandonada y que había titulado “El Dolor”. Se veía a sí misma como aquella figura: una mujer diminuta encogida con la cabeza entre las piernas y largos mechones cubriéndole el cuerpo; su cuerpo acurrucado y vencido, hasta los pies.
Después de contemplarla durante unos instantes eternos, en un gesto dulce y medido, él extendió un dedo blanco y alargado que depositó justo en la nuca de la escultura y respiró hondo, como si hubiera llegado a la esencia de su ser. Después deslizó la mano a lo largo de los mechones de pelo, uno tras otro, de arriba abajo, hasta acabar en el talón de cada pequeño pie. Suave, lentamente, sin dirección. La recorrió de principio a fin, con mimo y precisión, y cuando levantó la cabeza fue como si la hubiera dominado por completo.
Ya era totalmente suya.
En silencio, todo se había paralizado bajo su influjo. Nada se escuchaba, pero todo se sentía. Sensaciones revividas y su dolor desaparecido.
Un sutil aroma a sándalo flotó tras él cuando se dirigió hacia la salida. Fue la despedida sin adiós de un desconocido sin nombre.
El hombre que sabía acariciar el dolor.
Rosa nunca había calculado cuánto tiempo permaneció junto a la escultura, inerte y clavada en el suelo, con la mirada fija en la puerta de la galería que él había cerrado sin ruido, con los sentidos inundados de calor rojo fuego, ardiendo por una mirada negra que ya le quemaba por dentro.
Tal vez fueron semanas, tal vez meses. Recorrió la ciudad, incansable, por parques, avenidas, callejones y descampados. Se detuvo frente a fuentes secas y bancos solitarios; ante autobuses que partían vacíos y dejaban un reguero de rostros anónimos y fríos. Preguntó a las mudas esculturas callejeras, a las palomas que huían al acercarse y buscó en cualquier hueco o vacío que surgiera a su paso. Permitió que las lágrimas con su humedad mitigaran el ardor y sangró para recordar el rojo intenso que velaba sus ojos. En ninguna parte lo halló, ni pudo escapar de él.
No supo cuándo comenzó a pintarlo. Los colores se aferraron al lienzo, más allá de su voluntad. Perfiló el rostro bañado en luz blanca con los contornos matizados de ocre tostado y gris. Deslizó el pincel por su cuello hasta rozar el borde de la camisa bermellón. El oscuro moteado de plata de su cabello, el carbón de sus ojos que refulgían en la negrura de la noche que ella no encendía más que con la luz de su obsesión. Encerrada en su estudio, lo tenía apresado entre cuatro paredes y pretendía dominar esa luz que la cegaba desde el pozo en el que iba cayendo. Sin comer, sin dormir. Sus huesos cubiertos de una fina piel, ajada por la sed, reseca por el dolor impotente, la sostuvieron hasta la última pincelada.
Lo tengo aquí. Es mío y ahora debo desprenderme de él, pensó Rosa. Esa convicción atravesó al final su fatigado entendimiento. Cubrió el cuadro con seda gris, a modo de sudario. Habitaba un muerto en su casa y en su vida que revivía en cualquier lugar, se removía en su pensamiento y latía contra su voluntad.
Nunca quiso destruirlo, no lo pensó cuando lo hizo. Todo se rompería al mismo tiempo y ella caería al suelo en infinitos pedazos de cristal tan claro, nítido y transparente como el que reflejaba su piel. Se vio otra vez en el espejo que aquel día le ofreció su rostro. Reconoció su imagen oculta, la más privada y dolorosa, íntima y secreta: peligrosa e inestable; un ser débil y moldeable, una mujer dependiente del amor que se encuentra en cualquier parte.

El sol se había escapado por el horizonte cuando los recuerdos que vagaban por la mente de Rosa se agotaron definitivamente. Un suspiro agónico la levantó y caminó de nuevo, sorteando las flores silvestres que alfombraban el claro del bosque con sus ramas infinitas rozando el cielo. La confortable oscuridad de aquel lugar la acogió sin temor y reconoció la paz, a través de los recuerdos; una paz que aún seguía allí a pesar de que los colores de las margaritas habían huido con el sol y la negra capa de la noche estaba presente para arroparla. No sabía cómo había llegado hasta allí, más allá del viaje en tren y de sus pasos vacilantes, pero ahora reconocía su voluntad recobrada y la muerte de su obsesión. Sentía la conciencia de antes, de su vida de siempre, de sus sueños interrumpidos y su futuro libre.
El olvido no estaba allí, ni en ninguna parte, ahora lo sabía. Lo había llevado siempre, en búsqueda, en su obsesión, en su huida. Nunca lo dejó. Siempre estuvo dentro de ella, esperando que su propia luz lo iluminara.

Otro camino se abría ahora, poderoso, sin dolor, donde ella quisiera, en cualquier parte.