martes, 12 de julio de 2011

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Sonaba reconfortante aquella voz entre los gruesos muros del templo, aislado del calor de la tarde, decorado para alejar la realidad y sumergirse en el lujo de una ansiada serenidad. “El Amor es Uno, Universal, Infinito…”, la remilgada voz del sacerdote adquiría intensidad y convicción a medida que desgranaba su pretendida verdad divina. Ella lo escuchaba con una tímida esperanza, mientras posaba la mano en el vientre, y se dejaba llevar por los juegos del sol en las vidrieras de colores.
Sonaba inmensa esa definición del Amor, el ideal de un sentimiento sin límites, hasta que el tono de aquella voz se convirtió en tajante y amenazador, al tiempo que colocaba sus correspondientes etiquetas: amor a Dios, al marido, al hermano, al amigo, a los padres, a hombres y mujeres en general, a distintos tipos de personas en particular… Categorías, divisiones y subdivisiones en una larga cadena, con sus correspondientes pecados, asociados a un “te quiero” susurrado a la persona inadecuada, a un beso manchado de culpa, a un abrazo tachado de prohibido.
Amor transformado en agravio a aquel Dios y a tantas otras divinidades, siempre todopoderosas. Amor o símbolo de poder, deformado al paso de los siglos por aspirantes a dioses que añadieron sus propias categorías. Amor humano, encarcelado en palabras para ser moldeado y manejado, consciente o inconscientemente, por todos. Amor domado que culmina tantas veces en traición, recriminaciones, venganza, celos… Y el dolor, como último eslabón de la cadena.
Con una mirada al sol que dejaba sus últimos destellos de tarde en las vidrieras, se levantó y sus pasos resonaron firmes por el pasillo, impulsados por las suaves patadas que su pequeño le daba dentro del vientre. Nunca serás hijo del pecado, pensó, nadie te pondrá, ni nos pondrá etiquetas… Del Amor sólo debe nacer felicidad, nunca una condena, sólo libertad.

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