jueves, 12 de julio de 2012

Hasta que la muerte os separe...


Se respiraba un aire limpio aquella tarde. Inspiró profundamente para absorber la nueva paz y el reposo que su mujer se había ganado tras años de lucha contra la enfermedad. La amaba más que nunca, y por eso mismo, sabía que tenía derecho a descansar sobre un cielo sin tormentas. Abandonó el cementerio apoyado en el hombro de su hijo, más alto que él, más fuerte y sereno, y se preparó para la última rendición. 
Abrió despacio la puerta del cuarto donde su madre dejaba pasar las horas frente a la ventana. La diminuta y encogida figura de cabellos blancos era tan solo un arruinado esbozo de la que años atrás fue una robusta mujer, morena y hermosa, de ojos ardientes y afilados. La madre que siempre le guió con mano férrea y órdenes contundentes, sorteando con brío la miseria de la posguerra, a base de un cariño posesivo y sin concesiones. 
Recordaba la expresión hermética de su rostro cuando le dijo que se había enamorado de una chica. Ana, de mirada viva y sonrisa abierta. Ana, extrovertida y valiente. Ana, gravemente enferma desde la infancia, convivía con el dolor con naturalidad. Cada nuevo aliento era un regalo que celebraba con risa cantarina.
Recordaba que su madre trató de hacerle desistir con interminables argumentos: “Para mi hijo quiero lo mejor y ella no es mujer para ti. Irás de hospital en hospital, serás más enfermero que marido, no podrás tener relaciones, no podrá darte hijos…” Cuando comprobó que aquella pareja estaba por encima de cualquier prohibición, lanzó su sentencia: “Morirá antes que yo. Y yo estaré aquí para verlo.”
Recordaba cuando ambas mujeres se vieron frente a frente, y se desató la tormenta, cuando comenzó la batalla que había durado más de 35 años. En aquella “guerra de guerrillas” familiar se disparaban indirectas evidentes, críticas sutiles o descaradas, y comentarios malintencionados, en medio de una tensión palpable y angustiosa. Como rayos entre una nube negra a punto de descargar sobre cualquier habitación en la que se juntaran. Y todos terminaban empapados y heridos.
Ahora su madre, vencida por la edad, le contemplaba con gesto desvalido y mirada ausente. Y en su boca, las interrogaciones del que ya no sabe dónde está su presente.
- Mamá, Ana ha muerto. La enterramos esta tarde.
- ¿Y quién es Ana?
- Mi mujer, la madre de tu nieto Ángel ¿no la recuerdas, mamá? 
- ¿Y tú quién eres?
Suavemente depositó un beso en la frente de la anciana. Alzó la mano para despedirse de la enfermera que preparaba la medicación y salió a la calle. Un nuevo soplo de aire fresco le devolvió la paz. “Eso es, madre. Así debe ser. Olvidemos batallas de perdedores para recordar sólo un amor invencible.”

2 comentarios:

  1. El tiempo podrá vencer a nuestros cuerpos, podrá acabar con nuestra mente también, pero con este post demuestras que quien ama de verdad está por encima el tiempo y de la muerte. Estupendo y conmovedor post!

    Abrazos!

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  2. Al final de la vida, cuando hasta la memoria nos falla, solo nos queda el cariño de los que tenemos a nuestro alrededor. Deliciosa y delicada, como siempre Mara un placer leerte.

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