viernes, 11 de enero de 2013

Sin respuesta.


Se adormeció sin querer. El acre olor de las velas, la tenue claridad de la habitación atestada de gente y el rumor de los cuchicheos de velatorio le provocaron un inevitable sopor. Cerró los ojos y recordó como se cruzaron sus vidas hace quince años, antes de que llegara el gran silencio, antes de que la muerte impidiera la respuesta que todavía deseaba.
El trabajo les unió y afianzó una amistad que prometía ser eterna. Él y ella dejaron pasar las horas entre cafés, charlas y juegos de mesa, se confiaron secretos y proyectos, compartieron guiños y claves, repasaron con risas amores y desengaños; juntos fueron consuelo, apoyo y alegría. Podía rememorar con detalle cada comentario cómplice, pero era incapaz de recordar cómo llegó la ruptura.
Creyó que le conocía como a la palma de su mano, pero la memoria sólo le devolvía líneas cruzadas sin sentido: se resignó a verlo partir en otras compañías, a notar sus miradas turbias sin palabras, a escuchar sus  silencios constantes. Su presencia se fundió en una oscuridad de ausencias hasta desaparecer definitivamente. En su mente, se grabó una pregunta “¿por qué?”, y en su corazón se instaló un dolor sordo, repetido, intenso e inquieto. Un dolor que le había obligado durante años a mandarle aquellas cartas. Todos los meses tomaba lápiz y papel, con la misma esperanza, y trataba de apelar al antiguo cariño, arañar su corazón; intentaba con mano temblorosa superar la vergüenza y la pena, y saber. Sobre todo, saber. Todas las cartas, durante más de diez años, las firmó con la misma pregunta “¿Por qué?”.
Ahora, sola frente a su muerte, no quiso mirarlo. Permaneció allí, sentada entre desconocidos, sintiendo aún más intenso el dolor de un adiós sin explicación.
“Disculpa, eres María, ¿no?. Van a cerrar para las visitas y sólo quedará la familia durante la noche. Me dejó algo para ti”.
Era un sencillo papel blanco, escrito de su puño y letra, con unas palabras apresuradas y breves que se deslizaron ante sus ojos con una emoción inesperada…
“Darte una explicación supondría que lo que hice tuvo un sentido y no fue así. No sé qué cambió en mí para alejarme de ti, de qué huía o lo qué buscaba al hacerlo. Sucedió sin más. Cuando me di cuenta, me arrepentí. Cuando sentí el cariño que sobrevivía en mí ya era tarde para volver. Leía tus cartas y mi cobardía me impedía darte un motivo que no existía. Descubrí que recibirlas era una forma de saberte  cerca, de comprobar que no me habías olvidado, fiel,  año tras año. Darte un porqué hubiera sido un nuevo adiós, el definitivo. Hay silencios que son distancia, silencios que son tristeza y silencios que son todo un sentimiento. Perdona a este cobarde egoísta que siempre te quiso. No me olvides, por favor, nunca me digas adiós.”



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