viernes, 8 de mayo de 2015

Testigos de un milagro




Quedaron algunos testigos sobre la mesa, abandonados e inertes, 
testigos inmóviles y en silencio que esperaban, pacientes, 
la noche y un regreso.

Nada sabían del milagro los que, indiferentes, rodeaban la mesa,
sentados bajo la costumbre, acodados sobre la rutina,
los que caminaban sin ver el café de la plaza, 
con sus sillas de metal y mimbre,
sus conversaciones con el mismo tono y timbre
y el rumor cómodo de la vida al pasar.

Los testigos permanecieron inmutables ante el milagro
y el transcurrir de las horas.

Un vaso de agua, vacío solo de un sorbo, 
un plato con oscuras huellas de café apurado a un tiempo, 
una jarra altiva con blancas huellas y una taza desaparecida.
Ella se la llevó deprisa, aferrada al aroma que aún desprendía, 
y ocultó en su bolso el sabor y la sensación revivida.

Fue al ver a su lado en aquel café a un hombre desconocido, 
una mirada sin nombre que se posó sobre ella,
con la intensa brevedad de un rayo,
con la luz suficiente para reconocerse.

Ella en él y él en ella. En su rostro claro, el detalle de un gesto,
en su manos la forma de la ternura, en sus sensaciones,
la fuerza de la comprensión sin palabras, en diálogo de silencios.

En la misma medida se reconocieron él en ella y ella en él, 
como un milagro que se acomoda un instante
entre el aire y el sol de la tarde que se va, 
abriéndose paso con esfuerzo entre lo inmutable y lo imposible,
como un fenómeno insólito y fugaz que se sabe condenado
a sobrevivir solo en el recuerdo. 

Los testigos, mudos e impotentes, todavía esperan el regreso
del milagro, aquel que nunca volverá a ser igual:
como todos, está sentenciado a ser solo una vez.

Nadie lo presenció, nadie sabe que dos revivieron juntos,
antes de que apareciera la noche.
Los que no miran lo ignoran, los que no sienten no saben,
los ciegos de corazón olvidan
que hay milagros que cruzan el alma y pasan una tarde
en un café frente a ti. 



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