No era el mar pero se le parecía.
El sudor que desprendían los cuerpos
impregnaba el aire de humedad y sal.
Llegaban en oleadas, puntuales,
como una marea inquieta y oscura que anegaba las vías
hasta que el tren lleno devolvía una estación en calma,
con orillas plagadas de envoltorios,
deseos agotados,
papeles arrugados y alguna colilla.
Entre los restos apareció un día una botella solitaria,
transparente y vacía.
Aguantó el empuje hasta perecer hecha añicos
entre los pies que corrían.
“Estoy aquí”, gritó.
Eran sus pedazos al romperse.
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