martes, 13 de diciembre de 2011

Un lápiz de labios

El sonido de sus tacones resonando en el pasillo había sido siempre el anuncio de su llegada. Repicaban agudos y poderosos, aquellos finísimos e interminables zapatos de tacón de aguja, e inmediatamente ella entraba en el baño dejando a su alrededor una estela de perfume. Colocaba el neceser junto al lavabo, desplegaba sus armas de belleza, los instrumentos de su poder, y aplicaba cuidadosamente sobre su rostro la máscara con la que aquel día, un día más, dominaría a todos a su alrededor.
Yo la contemplaba, como siempre, medio oculta tras la puerta, sentada en la taza de en uno de los wáteres que acababa de limpiar. Y sin querer, comparaba sus zapatos con mis mocasines de mercadillo, ya medio ajados por el uso. Y sin desearlo, pasaba lista a los incontables tarritos de crema, maquillajes, sombras de ojos y lápices de labios que ella se aplicaba con destreza. Todos nombres exóticos, extraños para mi: La Mer, Chanel, Dior, Estée Lauder. Sin embargo, sabía que sólo con lo que costaba uno de ellos podría alimentar a mi familia en Ecuador durante años. No podía quejarme, me sentía afortunada por haber encontrado este trabajo, porque desde hacía meses escaseaba para todos. Mis primos habían tenido que regresar y yo bendecía cada hora que pasaba fregoteando el suelo de aquellos baños, en un edificio de lujoso cristal. Pero me dolía ser invisible. Se clavaban en mi orgullo esas miradas pintadas de cierto desprecio y teñidas de indiferencia, que ella me lanzaba cuando me veía recogiendo los pañuelos manchados de carmín, que nunca acertaba a echar en la papelera. Entonces la odiaba, lo confieso. Sentía mezclarse en mis entrañas el rencor, la injusticia y la envidia como la lejía, el detergente y el agua sucia, que después tiraba al water. Tenía que aferrarme a la fregona, con los nudillos blancos de ira, para levantar la cabeza y, con dignidad, seguir adelante…
No noté nada o no quise darme cuenta hasta aquel día en que los tacones anunciaron su presencia con menos firmeza. Aquel día sonaron tambaleantes por el pasillo y un aroma de tristeza inundó el baño. Lucía un traje chaqueta sospechosamente desgastado, profundas ojeras enmarcaban sus bonitos ojos y los pañuelos estaban manchados, esta vez, de las lágrimas que derramaba sin parar. Desconcertada, recordé los rumores que circulaban en la oficina: la crisis, la quiebra del negocio de su marido, la venta de su chalet y sus pisos en Madrid y Barcelona. Estaba arruinada, ¿serían ciertos esos rumores?. ¿Qué sería ahora de ella?. Yo estoy contenta con mi cara lavada, cuando salgo a salsear con mi novio y compartimos una hamburguesa en el parque. Pero ¿y ella?, si sólo conoce la felicidad que se compra…
Lentamente, sacó del neceser lo poco que quedaba de sus cosméticos de lujo. Todos prácticamente acabados, ningún lápiz de labios. La vi clavar en el espejo su mirada hundida, vacía, y sin querer, sin desearlo, metí la mano en el bolso de mi bata y le entregué mi barra de labios. Me miró y… ¿qué era aquello?, ¿un gesto de humanidad?, ¿algo de ternura?, ¿agradecimiento?. Sorprendida la vi aplicarse la barra de labios, intensamente roja, y yo la imité. Sonreímos las dos ante el espejo, que nos devolvía una hermosa imagen. Iguales. 
- Bonito color, ¿de qué marca es?
- Deliplús, señora…
- No la conocía…
Contuve la respiración. Claro, no la conocía. Ella no sabía, no podía saberlo y por un instante tuve en mi boca la venganza, la ocasión de asestarle una pequeña humillación. Para ella lo hubiera sido, sin duda. Pero, libre de máscaras, elegí quedarme con su sonrisa.
Mañana vuelvo al Mercadona a comprarme otro lápiz de labios… 

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