jueves, 3 de mayo de 2012

Oportunidades ganadas


Entró en la redacción con gesto concentrado y mirada baja, arrastrando ligeramente el pie derecho mientras sus fatigados pulmones, saturados por todos los cigarrillos de su larga vida, trataban de tomar algo del escaso aire que se filtraba por las rendijas de las ventanas. Sus compañeros apenas levantaron la vista de las pantallas de ordenador y siguieron con su tecleo apresurado. Lejos resonaban en los oídos del viejo periodista los sonidos del bullicio de antaño, cuando los teléfonos echaban humo “de verdad”, cuando la conversación directa y continua era la base de una noticia veraz y contrastada, y el clásico aforismo de “paren las máquinas” podía ser una emocionante realidad.
Se colocó en su caótica mesa, repleta de papeles, frente a aquella “máquina de escribir” que apenas había conseguido manejar con cierta destreza. El ordenador era un mundo casi tan desconocido para él como las motivaciones del joven, recién incorporado al periódico, que se sentaba frente a él y cada día le miraba con suficiencia antes de desplegar sobre la mesa sus incontables “chismes” electrónicos, con los que -decía-, se conectaba a la red y al mundo, con el convencimiento de dominar todos los universos conocidos a golpe de clic. 
El viejo periodista sacó el lápiz de los vaqueros y la libreta del raído chaleco verdoso que se empeñaba en lucir, como un símbolo de todas las oportunidades en las que se había negado a colgarse la soga de una corbata y el sudario de un traje. Jamás quiso calzarse unos zapatos de despacho para aprisionar sus dedos y su dignidad ante el político o el jefazo de turno. Las oportunidades se habían sucedido ante su vista y ante su vida como las señales en la carretera. Nunca se quiso parar ante los que le ofrecieron la suculenta carnaza de una noticia a cambio de vender mentiras, ni cedió ante la tentación de acumular exclusivas, disfrazadas de periodismo de investigación, a golpe de talonario. Avanzó por la carretera, vestido de humanidad, sin subirse a ningún carro, a pie firme, pateando las calles, entre largas horas de espera, frente a puertas cerradas y con la recompensa de un sueldo de calderilla en el chaleco. El peaje pagado fue un divorcio, el silencioso abandono de sus tres hijos, la fiel soledad y un rincón en la redacción. 
El insistente y jovial sonido del móvil de su compañero interrumpió su viaje de recuerdos. Le vio afanado en descifrar una nota de prensa en el ordenador con todos los sellos oficiales tan perfectamente destacados como el mensaje que debía reproducir al pie de la letra. Todo atado y bien atado en esa información, tan bien vendida. No pudo evitar mirar con cierta lástima al joven y dispuesto periodista al que una licenciatura, muchas horas de prácticas gratis, una beca y varios masters no habían servido para avisarle de que su futuro sería tan precario como su viejo pasado, que ningún periodista está libre de ser atrapado por una red de intereses letal y que la carretera estaría siempre plagada de baches y oportunidades perdidas.
De reojo se observaban siempre, y de reojo supo que el joven miraba con cierto aire de desprecio los garabatos de su libreta. Leía su pensamiento a través de esa mirada de incomprensión, leía su fracaso de viejo reportero de  sucesos. Hasta que, en ese momento, irrumpieron en la redacción cuatro chiquillos y una mujer que sostenía a un bebé aferrado a su cadera. Se acercaron dando gritos a la mesa del viejo periodista y, sin decir más que un simple “gracias”, la madre, con los ojos brillantes de lágrimas a punto de rodar, le plantó dos sonoros besos en la arrugada mejilla, y con una luminosa sonrisa, arrastró a su prole hacia la salida. 
“Iban a ser desahuciados. Lo que publicamos hoy lo evitó…”, dijo el viejo periodista a su atónito compañero. Y en su gastada mirada brilló como el oro el orgullo de una profesión. La recompensa ganada por todas las oportunidades perdidas.

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