lunes, 13 de enero de 2014

Mirada clara


Las sábanas están frías pero todavía guardan algo de la humedad que transmitía su cuerpo. Al pasar la mano, aún noto algo de calidez aquí, justo donde descansaba su espalda. Muevo la almohada y mi nariz se impregna de un suave aroma dulzón a jabón y sudor. Así olía cada mañana cuando se levantaba de la cama soltando un bufido, antes de dirigirse al cuarto de baño y frotarse pelo por pelo, de la cabeza a los pies, hasta quedarse impecable. Entonces el olor a jabón se mezclaba con la colonia que usaba desde que su madre le regaló el primer bote, grande y cuadrado, a los 16 años. Desde ese día, anunciaba su presencia un aroma pegajoso a hierbas secas y madera quemada.

Avanzo por el silencioso pasillo, oyendo sólo mis pasos, y todavía percibo ese perfume rancio que dejaba al pasar; lo noto adherido a los muebles, pegado a las paredes y a los pocos cuadros que cuelgan de ellas. Toco uno de ellos por el borde del marco rugoso y paso la palma de la mano por su centro. Hay algo dentro, supongo, pero lo siento vacío. Como esta casa, como esta calle…

Vendrán pronto, creo, pero no quiero apresurarme. Me dijeron que guardara en una maleta todas mis cosas y así lo hice esta mañana al levantarme. Tardé poco tiempo en doblar dos vestidos de verano y dos de invierno; dos camisones, una chaqueta de punto y un abrigo de lana. No encontré nada más en el armario, salvo algunos trapos viejos desgastados por la lejía que prefiero dejar. El resto lo llevo todo conmigo: lo que no quiero olvidar.

Quiero esperarles aquí, sentada en mi mecedora junto a la ventana pegada a la calle. Antes podía contar los pasos que se arrastraban cansados por la tarde o que avanzaban ligeros sobre el empedrado después de que cantara el gallo y estallara el bullicio de vecinos y animales. Ahora nada se escucha fuera. Tras la ventana, el silencio es la medida de los días y el sol es el reloj de mis horas dentro. Siento que va llegando su calor de mediodía porque estiro los pies y me cubre la punta de las zapatillas. Lo noto en los dedos helados que, por fin, puedo comenzar a mover; sé que tendré que esperar todavía un poco más hasta que ascienda por las piernas y consiga bañarme entera. El abrazo del sol; nunca conocí nada mejor.

Oigo unos pasos… son de una mujer… con tacones. Contundentes, sonoros y rotundos. Deben ser ellos…

“Pasa, Sergio, la puerta está abierta. Tenemos que cerrar todos los trámites de este caso lo antes posible. Ya sabes que el cadáver del titular de la vivienda, Fernando Gómez Rojas, está todavía en el Instituto Anatómico Forense pendiente de los resultados de la autopsia. No tenía familiares vivos o, al menos, no los hemos localizado hasta ahora. De modo que su única heredera sería esta mujer que vivía aquí, aunque tampoco hemos conseguido averiguar la relación de parentesco o de otro tipo que había entre ellos. En el registro no encontramos ninguna documentación que pueda arrojar alguna luz y no podemos interrogar a conocidos o vecinos del fallecido porque esta calle, y el pueblo entero, es un cementerio desierto. Es increíble que pudieran vivir aquí, alejados de todo, sin nadie alrededor. Tan solitarios… Quedan muchos cabos sueltos que atar todavía. ¿Lo has entendido?”

La mujer habla con la misma fuerza y energía que camina, aunque parece sorprendida por todo. No entiende. Yo tampoco. En eso somos iguales, podríamos ser hermanas si no fuera porque yo jamás usaría esos tacones que ensordecen y rompen el suelo al pasar. No debería golpearse nada, nunca, y menos la tierra que nos sostiene.

“Sí, entiendo. Pero es evidente que ella tendrá las respuestas. ¿No la habéis interrogado ya?”

Ahora habla un hombre de suave, dulce voz. Es hueca y profunda como el pozo en el que metía la mano de pequeña y nunca llegaba a tocar el fondo. Me gustaba sentir el frescor en la piel, el tacto del agua ligera, flexible y sutil. Pero, sobre todo, me emocionaba la promesa que escondía…

“Lo intentamos, pero ella se negó a contestar. Se quedó al lado del cuerpo del hombre sin decir una palabra hasta que se lo llevaron. Mírala. Está ahí sentada en silencio. No se mueve, ni siquiera pestañea. No sé si estará bien, ya me entiendes… Tal vez tengamos que recurrir a los Servicios Sociales para que se hagan cargo de ella. Aquí no se puede quedar.”

La mujer está decidiendo mi destino, el futuro que siempre eligen otros por mí. Mis padres decidieron que viniera a esta casa con él y ellos se fueron, nunca supe por qué ni adónde. Él decidió que me quedara en el cuarto del rincón, al lado de la cocina, durmiendo sola mientras oía cómo subía las escaleras hasta su habitación todas las noches. Él decidió comprarme esta mecedora y que me quedara sentada en ella todos los días, salvo la hora en que podía salir a recorrer la calle, todas las tardes a las cinco en punto. Arriba y abajo, un paso tras otro hasta el final y vuelta a empezar. Le ponía nombre a las piedras que notaba bajo mis pies y, a veces, hablaba con ellas para contarles mis pocas cosas y mis muchos sentimientos. Siempre quise avanzar unos pasos más allá…

Noto cerca una presencia. Se acerca sin hacer ruido, así que debe ser el hombre de voz profunda. Me tapa su sombra y su aliento me inunda. Es cálido, como el sol.

Hola, ¿cómo estás? Supongo que lo ocurrido ha tenido que ser difícil para ti. Vivías con ese hombre desde hace tiempo, ¿verdad? No te preocupes, estamos aquí para ayudarte… ¿Cuál es tu nombre?

—Me llamaba Clara.

—Bien, escucha Clara… Tenemos que saber qué relación tenías con ese hombre para saber si eres o no la heredera de sus bienes y tu situación legal. Además, todavía no se han esclarecido las razones de su muerte. Tememos que pudo haber sido envenenado…

—Vivía aquí con él. Nada más.

—¿Nada más? ¿Seguro? ¿No estabais casados o viviendo en pareja?

—Él estaba en la casa y yo también. Yo dormía aquí abajo y él arriba. Me ponía la comida en la mesa y me daba ropa. Yo le oía, le olía y le sentía, pero él nunca me tocó. Puede que me mirara, pero no me veía…

—¿Cómo es posible? Me cuesta creer algo así… Eres una mujer joven, bonita… Bueno, dejemos eso por el momento. ¿Sabes qué hizo la noche de su muerte?

—Llegó más tarde de lo normal, estuvo un rato en la cocina y después subió a su habitación. A dormir, supongo.

—¿Sabes si comió o bebió algo?

No me da tiempo a responder. Oigo de nuevo los tacones. La mujer regresa decidida y enérgica, tanto que noto como irradia por los poros el empalagoso perfume floral y exótico que la envuelve.

—Algo tiene que saber, Sergio. Ella estaba aquí esa noche… Me acaban de confirmar que tenía una elevada cantidad de alcohol en sangre, además de otra sustancia tóxica que podría ser algún tipo de colonia masculina. ¿Cómo es posible que bebiera semejante mezcla? ¡Que lo aclare! Espero que no tengamos que llevárnosla detenida…

Los tacones se alejan. Vuelvo a sentir sólo la presencia de él sobre mi rostro. Creo que me está mirando fijamente. Buscará respuestas, pero para hallarlas deberá ver dentro. Como en todo…

—El frasco de colonia estaba roto. Yo sólo vacié el resto del líquido en un vaso para que no se derramara del todo. Lo dejé en la cocina.

—¿Entonces se confundió y lo bebió como si fuera otro whisky? ¿Sabías que eso podría pasar? Que llegara borracho y se confundiera… Sabes que son del mismo color… Si te ignoraba, si te tenía casi encarcelada, es comprensible que quisieras librarte de él.

Tiene sospechas en la voz que le tiembla ligeramente; duda de mí. Se queda en silencio y desearía que no lo hiciera. A pesar del interrogatorio, quiero seguir escuchando su tono suave y su timbre cálido. Se acerca más y noto que mueve la mano frente a mi cara…

—¡Clara, mírame! ¿Puedes verme?

—Lo estoy haciendo…

—No, no puedes. ¡Eres ciega! ¿Cómo no me he dado cuenta antes? Esos ojos tan intensos y oscuros confunden…

—Yo veo claro. No conozco otra luz que la oscuridad, pero puedo ver el color de un aroma en la piel. Y puedo sentir el tacto de las voces que acarician o tiemblan. Nunca he cerrado los sentidos, están tan abiertos como mi soledad de siempre. Tengo en la memoria sensaciones infinitas de esa calle y esta casa. De lo que él me hizo y de todo lo que quedó en suspenso, como las palabras reconfortantes que jamás me llegaron de su boca. Ahora que ha muerto, sé que me legó su silencio para que yo lo reconstruyera con nuevas sensaciones. La soledad es la única que deja ver algo en medio de la nada. Ese ha sido mi mayor privilegio y mi triunfo. Tal vez nunca llegue a saber del todo quién soy, pero quiero seguir siendo Clara…

Lo noto ahora a mis pies, por fin, sin dudas. Rendido y tal vez admirado. Pero, sobre todo, siento su calor de sol atravesándome la piel y templando mi cuerpo, como en un abrazo. Suspira...


—Yo también quiero ver, Clara. Enséñame a mirar como tú…




6 comentarios:

  1. Me ha recordado a la sensación intensa de alguno de los relatos de Isabel Allende en Cuentos de Eva Luna. ¡Precioso!

    Un abrazo Mara :-)

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  2. Maravilloso de principio a fin. Sobre todo en el fin.

    Un placer siempre leer cosas tuyas.

    Un abrazo.

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  3. La verdadera ceguera no es la de los ojos físicos. Vemos, pero a menudo, no entendemos...
    Abraçades!

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    1. Esa es la idea! aunque sea pesada, no me cansaré de escribir sobre todo lo que nos perdemos por no mirar más allá, por cerrar nuestros sentidos o no usarlos por entero... No llegaremos a entenderlo todo, tal vez, pero al menos lo sentiremos...

      Abraçades! (muchos siempre para ti)

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