miércoles, 29 de junio de 2011

Aquel hombre...

vivía más allá del tiempo, del ritmo de los días y la prisa de otros. Avanzaba al volante, ventanilla abierta, brazo extendido, acariciando el viento con su mano recia. Conducía lento, como si caminara por el asfalto, absorbiendo la luz de la tierra, los sonidos del campo. Respiraba despacio, saboreaba aromas del aire y dosificaba las palabras, entresacadas con sumo cuidado de su refugio de silencio.
Se levantaba antes que el sol para acercarse a la orilla del río, tender su caña y sentir la compañía de los peces durante horas, en comunicación íntima y privada con aquellos seres bajo el agua, convertidos en amigos más que en presas.  Tal vez, aquellos cómplices de silencios consiguieron comprender mejor que nadie la vida que transcurría dentro, su respuesta a todo sin enfrentamientos, sin levantar la voz jamás, dominando rencores, asimilando desprecios, acallando odios. Tal vez, algún día vieron los rayos fugaces de sus tormentas interiores, profundas y breves, y cómo al instante, se abría el cielo con su sonrisa. 
“En el fondo, todos somos egoístas. Compartimos dolor y frustración porque no somos fuertes y capaces de superarlos en soledad. Los gritos que se responden con gritos, ensordecen y enturbian la calma de todo lo que nos rodea; nos altera la ira que traspasamos a otros, y en cambio, por cobardía, por evitar más dolor, nos negamos demostrar el cariño que sentimos. Hasta que advertimos que ya es demasiado tarde…"
Aquel hombre reflejaba en sus ojos todos los colores de una hoja verde, húmeda y brillante tras la lluvia de primavera, cegadora a la luz de un mediodía de verano, ocre y tibia en otoño… hasta la oscuridad del último invierno. 
"Mi única ambición es la más difícil y compleja de todas: ser un buen hombre.”
A mi padre

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