viernes, 24 de junio de 2011

La madre del asesino

Se sentó temblando, avergonzada, nerviosa. Acomodó el bolso sobre el regazo, sacudió una invisible pelusa de su descolorido abrigo de paño y miró de reojo al hombre que permanecía con la cabeza encogida sobre los hombros en el banquillo de los acusados.

Es mi hijo, sí señor…perdón, señoría. Es el que mató a esa pobre chica. Yo lo vi cuando salió corriendo calle abajo, y ella estaba tirada en la acera, llena de sangre, muerta ya. Lo vi sin poder hacer más que llorar de dolor.
Lo hizo mi hijo, si señoría. Fue ese desconocido que parí hace 30 años. Una madrugada de enero, mientras helaba fuera, ocho horas de parto a dolor vivo que me desgarraron por dentro. Pero fui feliz con ese bebé rollizo y fuerte en mis brazos. Los únicos momentos en que fue mío, hasta que se soltó de los pechos con los que le amamantaba.
Teníamos poco para vivir, pero nunca faltó un plato en la mesa. No sé porqué para él no fue suficiente. Las rabietas de niño se convirtieron en patadas y portazos. Siempre quería más, nada estaba bien. Muerto mi marido, poco podía hacer cuando entraba por la puerta dando gritos que oía todo el vecindario, junto a gente desconocida que iba y venía sin darme explicaciones.
Y yo señoría, lloraba hasta que se me hinchaban los ojos para no ver, me tapaba los oidos para no escuchar, me escondía en la habitación, caía rendida en la cama, cansada de fregar todo el día. Y me miraba estas manos, quemadas por la lejía. Estas manos que todavía querían acariciarle como cuando era un bebé.
Y callaba. ¿Qué iba a decirle?, si no sabía cómo calmarle. Cuanto más le alargaba los pantalones, menos le conocía. ¿Qué iba a decirle?, si me asustaban los ojos de mi pequeño que en ese hombre brillaban como los de un loco. Temía sus miradas de desprecio, el odio de su voz. Era un descanso que desapareciera noches o días enteros. Con él se iba el miedo, volvía la paz al infierno.
Frustración, ira, decía el maestro de la escuela. Yo no sé qué tenía, señoría. En la tele hablaban de hombres así, pero parecía algo tan lejano, como las historias de los culebrones.
Cuando conoció a esa chica, vi el cielo abierto. Pensé que sentaría la cabeza. Me dijo que estaba loco por ella, que era la mujer de su vida, su gran amor. Y yo le creí, no quise saber más.
Señoría, siempre deseé que mi niño fuera un hombre de bien, pero no supe, no pude conseguirlo. Quise traer una vida al mundo, no un asesino que quitara la de otro. También es mi culpa. Él tendrá su condena. Desde que nació, yo estoy cumpliendo la mía.

Enjugó una lágrima seca, se alisó nuevamente el abrigo y salió de la sala, con toda la dignidad de la que fue capaz, sin mirar al desconocido que dejaba atrás.

1 comentario:

  1. Tremendo, lúcido y digno. Sólo siendo madre se puede llegar a entender esa mezcla encontrada de sentimientos, terribles. Duro pero hermoso, como tantas cosas de esta vida.

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